Muhammad (s.a.s.), el futuro Profeta del Islam, fue hijo de ‘Abdullah ibn ‘Abdul Muttalib y de ‘Amina bint Wahab, y ambos, padre y madre, murieron pronto dejando huérfano al pequeño niño, por lo que rápidamente el joven Muhammad (s.a.s.) pasó a estar al cuidado de su prestigioso abuelo ‘Abdul Muttalib (encargado de las llaves de la Caaba, la casa de Dios en La Meca), y luego, tras la muerte de este, bajo la protección de su tío Abu Talib, quien fuera a su vez el padre de ‘Ali, primo y yerno de Muhammad (s.a.s.), nacido cuando este contaba ya con 28 años.
Una tradición sobre Muhammad (s.a.s.) sostiene que, siendo aún un niño, en un viaje en el que acompañaba a la caravana camellera de su tío Abu Talib, un monje cristiano de nombre Bujaira, que habitaba a la vera del camino entre Jerusalén y Damasco, reconoció al futuro Profeta a causa de una nube que le hacía sombra únicamente al niño, siguiéndolo. Intrigado, llamó a los comerciantes y habló con ellos, comprobando entonces sus esperanzas de haber visto ese día a un esperado Profeta de Dios. A partir de un suceso como este, y de otros similares, parece que el futuro Profeta Muhammad (s.a.s.) tuvo sus primeros contactos con las fuentes y las doctrinas cristianas, en tanto que quizá tenía ya conocimiento del Judaísmo a partir del trato con diversas comunidades judías que habitaban para esas épocas en la península arábiga y otras regiones cercanas, cultores de su monoteísmo intransigente, del encuentro de la comunidad en torno a sus sinagogas y de la dirección dada por sus rabinos y sus doctores de la Ley.
Cabe aclarar que, para aquella época, los pueblos beduinos que habitaban inmemorialmente la península árabe gozaban de una relativa libertad, en la medida en que no habían podido ser anexionados por ninguno de los imperios dominantes de su tiempo, a pesar de mantener relaciones diplomáticas con casi todos ellos, y mantenían una secular cultura propia centrada en la idea de caballerosidad tribal, la ruda etiqueta del desierto. En este medio no era posible la agricultura extensiva, que ata los pueblos a sus tierras, ni la gran industria, fuente de riquezas y complacencia; solo el comercio camellero, en la ruta que conectaba a Europa y Egipto con India y China, constituía para ellos una verdadera forma de vida.
A pesar de que el arte de la escritura estaba muy poco desarrollado, en tanto no se le encontraba mayor utilidad inmediata, por otra parte, los habitantes de Arabia se interesaban mucho por la literatura, la poesía y el cultivo de la tradición oral, la valoración de la fuerza de la memoria propia de las gentes del desierto. Así, en sus veladas y encuentros se dedicaban a la composición y recitación de poesías, y a relatar las antiguas historias de su pueblo, vehículo de unión y reconocimiento entre todos ellos. Los mejores poemas y piezas de oratoria se conservaban en el interior de la Caaba, la mayor distinción a la que pudiera aspirar cualquiera de ellos, y la retórica constituía entonces una elevada forma de arte practicada entre los sectores más cultos de su sociedad.
Sin embargo, también la ignorancia y las formas más rastreras de idolatría y superstición encontraban fuerte arraigo en estas sociedades, y se decía que en el templo de la Caaba se rendía culto a más de trescientas sesenta ídolos distintos, traídos por los distintos pueblos que transitaban la zona, ya fuera por afanes comerciales o por la tradición de peregrinación asociada a La Meca, culto este que era convenientemente usufructuado por los grandes dignatarios de la ciudad, custodios del santuario. Tristemente, se reconocía a los beduinos del desierto y a los árabes en general como gente de muy poco fiar, dados a la mentira, la guerra y el pillaje, tribales y vengativos, en una sociedad de raíces profundamente patriarcales donde se llegaba al extremo de enterrar vivas a las niñas en el desierto, por el solo hecho de haber nacido mujeres.
Así pues, en este ambiente de fuertes contrastes se crio el joven huérfano que llegaría con el tiempo a convertirse en el Profeta del Islam. En su más tierna niñez fue enviado a vivir entre los beduinos del profundo desierto, con una nodriza de leche llamada Halima, para que creciera alejado del aire malsano de la ciudad, y aprendiera la fuerza de los valores que alimentaban a su comunidad, y la forma más pura de la lengua árabe, que se mantenía viva entre ellos. Luego retornó a La Meca a vivir con su abuelo, a quien acompañó fielmente hasta su muerte, distinguiéndose como un niño prudente y calmado, que no causaba a nadie molestias ni vergüenzas. Posteriormente, ya adolescente en casa de su tío Abu Talib, llegó a ganarse el afecto y el reconocimiento de todos aquellos con quienes entraba en tratos, dada la dulzura de su carácter, su sinceridad, nobleza y fidelidad, su talante equilibrado y mesurado, lo que le valió que en aquella época fuese llamado por todos Al-Amin, esto es, aquel que es digno de respeto y confianza.