La primera dinastía árabe musulmana, la de los Omeyas, fue fundada en 661 d.C. (40 AH) por Muawiah ibn Abu Sufyan ibn Harb, un prominente miembro de la tribu de Quraish, perteneciente al linaje (familia) de los descendientes de Umaiah, quien fuera primo del abuelo paterno del Profeta, Abdul Muttalib.

Muawiah se había hecho con el poder tras una lucha sostenida con ‘Ali, el cuarto Califa, quien fuera yerno del Profeta, y a la muerte de este, en Kufa, Irak, el centro político se trasladó a la ciudad de Damasco, Siria. Por otra parte, Muawiah y su familia copiaron las formas ceremoniales y administrativas de la corte persa sasánida (que se había sometido en buena parte a los árabes invasores), en un esfuerzo por consolidar un poder centralizado y dinástico dentro del imperio musulmán. Se convirtieron en la primera dinastía árabe musulmana sunita, por oposición a los partidarios (shi’as) que quedaban de ‘Ali en Irak, los cuales empezaron a desarrollar una forma particular de religiosidad en torno a los nietos del Profeta (Hasan y Husayn, los primeros Imames, junto con su padre ‘Ali, dirigentes rectos de esta comunidad) y a la figura misma de ‘Ali como mártir de un más “verdadero” Islam (el Islam de los chiitas). Un tercer grupo, los jariyíes, los salientes (que sobrevivieron y sobreviven hasta ahora en algunas regiones de África y en el sultanato de Omán), se manifestaron en oposición a ambas facciones, y protagonizaron con el tiempo diversas revueltas, que contribuyeron a debilitar a la dinastía siria.

En todo caso, los Omeyas llegaron a constituir un poderoso reino de su tiempo, y consolidaron sus conquistas y sus formas imperiales sobre gran cantidad de territorios, particularmente sobre toda Persia, que terminó de ser completamente sometida durante el siglo VIII, dando con esto fin a la dinastía Sasánida. Esto también implicó el declive de la religión zoroastriana, que había imperado en la región del Irán por más de un milenio, pues poco a poco, de manera lenta pero constante, la inmensa mayoría de estos pueblos fueron iranios fueron pasándose al Islam, a lo largo de siglos. Aquí, al contrario de lo sucedido inicialmente en Arabia, los primeros en convertirse eran las gentes de las ciudades y los representantes de la aristocracia, mientras que el Islam se difundía más lentamente entre el campesinado y las poblaciones rurales, que persistían más tiempo en sus creencias zoroastrianas.

Algo similar sucedió con los pueblos al este del altiplano iraní y más allá, paxtunes y urdús, y de las regiones del norte de la India, de confesión mayoritariamente budista, los cuales, a pesar de persistir, algunas veces con fiereza, en sus creencias, terminaron por islamizarse casi todos con el paso de los siglos.

Por la parte de occidente, el conflicto con los bizantinos cristianos de la Roma oriental fue mucho más equilibrado (la ciudad de Bizancio exhibía orgullosa unas imponentes murallas y una magnífica posición estratégica, que aseguraron su hegemonía sobre el imperio romano

oriental durante mil años), y tras algunos periodos de guerra, los dos imperios se mantuvieron dentro de sus respectivos territorios dejando como tapón entre ellos la zona del Asia Menor. Pero por el norte de África la expansión fue vertiginosa, y paulatinamente fueron incluyéndose dentro de la esfera de los Omeyas todas las regiones al norte del Sahara y hacia el oeste, lo que da en llamarse el Magreb africano, además de que también se iban convirtiendo las poblaciones de nómadas beduinos del desierto del Sahara, bereberes y swahilis, que con el tiempo llevarían el Islam hasta el corazón de África, hasta el imperio de Mali, y a Timbuctú la misteriosa.

Esta expansión fue tan vertiginosa que, a principios del siglo VIII, en 711 d.C., un cuerpo de expedicionarios árabes comandados por Tarik ibn Ziyad cruzó las columnas de Hércules, el extremo más occidental del mundo mediterráneo, que se abre a partir de allí a la inmensidad del Océano Atlántico, y que desde ese momento pasó a llamarse Gibraltar (Ybr al-Tarik, el paso de Tarik). Los árabes se internaron así dentro la península ibérica, y vencieron a la monarquía visigoda que gobernaba la región, lo que dio origen a un periodo de dominancia islámica en casi todo el actual territorio de España y Portugal, que duró nada menos que ocho siglos, justo hasta el tiempo del descubrimiento de América, a finales del siglo XV.

A pesar de todo, los conflictos y las disensiones internas persistieron a lo largo de toda esta época, sobre todo en la región de Irak, donde se presentaron nuevas revueltas y guerras civiles hasta que, a mediados del siglo VIII, los miembros de una rama cercana a la familia del Profeta (los Abásidas, descendientes de Abás, tío de Muhammad, s.a.s) se apoyaron en sus derechos de linaje y, aprovechando el carácter contestatario de los disidentes asentados en Irak, protagonizaron una poderosa revolución que terminó por derrocar a los Omeyas (fue más bien una matanza), lo que significó el fin de la dinastía. Ahora, los nuevos gobernantes, los Abásidas, trasladaron su centro de poder de Damasco a Irak, donde fundaron la ciudad de Bagdad, a orillas del Tigris, su famosa capital, la ciudad de Alf laila wa laila, Las mil y una noches.