Isaac, hijo de Abraham, había tomado por esposa a una de sus primas lejanas, llamada Rebeca, del país de Aram, cuando cumplió cuarenta años. Rebeca era estéril, y no podía dar hijos a Isaac, por lo que este rogó a la Divinidad, y Rebeca quedó luego encinta, de mellizos. Pero los bebés reñían en el vientre, por lo que Rebeca consultó a la Divinidad, pues sentía morir, y le fue profetizado que de ella saldrían dos pueblos en conflicto, que se separarían, y luego el mayor serviría al menor (tipo de profecías “en retroceso”, de las cuales algunos pueblos se han servido después para justificar dogmáticamente la dominación y esclavitud que ejercen sobre otros). Isaac tenía sesenta años cuando nacieron los mellizos, y el mayor, rollizo y de pelo rojo, fue llamado Esaú, mientras que el menor, que salió agarrando el talón del primero, fue llamado Jacob.

Los dos hermanos crecieron, con personalidades bien distintas, y aunque Isaac tenía preferencia por Esaú, el mayor, que cazaba y le cocinaba, Rebeca se sentía más inclinada por Jacob, de carácter más apacible. Alguna vez, en una situación que pareciera uno de esos juegos extraños a los que los hermanos se prestan de vez en cuando, Esaú suplicó a Jacob por algo de comer, y este le pidió a cambio sus derechos de primogenitura, con gravedad de juramento. Esaú pareció no conceder mayor importancia al juego, y accedió bajo juramento a entregar sus derechos de primogenitura, a cambio de un suculento plato de lentejas con que saciar su hambre.

Pero sucedió luego que, envejecido Isaac, y ciego, previendo la cercanía de su muerte, mandó llamar a Esaú, su primogénito, y le pidió que cazara algo para él y se lo guisara, de manera que pudiera comerlo para darle después la bendición reservada al primer hijo. Rebeca, que escuchaba cerca, sin olvidar su preferencia por Jacob, asumió el manejo del asunto, y mientras Esaú iba en busca de caza para su padre, ella cocinó un guiso a su vez y preparó a Jacob para que asumiera el papel de Esaú, y recibiera primero la bendición. Engañado Isaac en su ceguera, terminó por bendecir primero a Jacob, el menor, por sobre Esaú, el mayor. Sin embargo, ante la ira de Esaú, Jacob debió huir de su patria, hacia el país de sus antiguos parientes, en espera de que se calmara el furor de su hermano.

En su camino de huida, Jacob durmió una noche en un lugar sagrado, donde soñó con una escalera que ascendía hasta los cielos, y por donde subían y bajaban los ángeles, cantando loas a D-os. Además, una Voz le renovó las promesas hechas a su antepasado Abraham. Jacob se levantó de allí, atemorizado, y consagró el lugar con una primera

piedra, como símbolo de su alianza, y lo llamó Bet-El, Betel, esto es, casa de D-os.

Luego llegó al país de Jarán, donde su pariente Labán, quien lo acogió en su casa, prometiéndole que, si trabajaba para él por siete años, le daría en matrimonio a su hija. Labán tenía dos hijas: Lía, la mayor, y Raquel, la menor, y Jacob amaba a Raquel, por lo que accedió a trabajar durante ese tiempo para su pariente. Pero, en la noche de bodas, Labán introdujo a su hija Lía en la cámara nupcial, y ante el reclamo de Jacob, le adujo que no podía casar a la menor antes que a la mayor. Así, Jacob optó por quedarse otros siete años más, y trabajar de nuevo para Labán, con tal de poder casarse también con Raquel.

Durante este periodo de catorce años, y otros seis más, trabajando muy duro y honestamente para su pariente, Jacob llegó también a hacerse muy rico, y a poseer grandes rebaños de ovejas y otros ganados. También, tuvo varios hijos de sus dos esposas, y de sendas concubinas que le fueron entregadas por cada una de ellas, en una especie de “competencia” entre las mujeres por tener hijos varones, para engrandecer la casa de Jacob. Al menos, el texto es tan “caballeroso” de ofrecer, al lado de los nombres de once hijos varones, el nombre de una sola hija, Dina.

Una vez transcurrido el tiempo convenido con Labán, y para evitar quizá que este intentara jugarle nuevas tretas o de algún modo retenerlo intencionadamente, y además porque los propios hijos de Labán recelaban de su creciente riqueza, Jacob decidió tomar todo aquello que legalmente le pertenecía, incluidas sus dos esposas y sus hijos, junto con sus rebaños y sus sirvientes, y emprendió el camino de regreso a donde los suyos, animado por una visión de D-os, con la esperanza de que, tras veinte años de ausencia, su hermano Esaú hubiera calmado su furia y estuviera dispuesto a bien recibirlo. Fue al final de este retorno a su patria que Jacob cambió su nombre por el de Israel, Fuerza de D-os, erigiéndose de esta manera como patriarca epónimo de su nación.