En algún momento, Terá, el padre de Abram (Abraham), tomó a toda su familia y se movió desde Ur de Caldea hacia más al norte de Mesopotamia, a un lugar llamado Jarán, en el país asirio. Las causas de esto son oscuras, pero pudieran deberse a cambios sociales y movimientos humanos, muy propios de la época y del lugar. Allí se asentaron nuevamente, y allí murió Terá, a la “corta” edad de doscientos cinco años, si se tienen en cuenta sus anteriores parientes milenarios.
Abram recibió entonces, a la edad de setenta y cinco años, el crucial llamado de su vocación. No es claro de qué manera se expresa dicho llamado, y la tradición sostiene simplemente que Abram “hablaba con D-os”, que simplemente recibía sus palabras. Así, en una experiencia de carácter único y personal, la Divinidad se manifiesta a Abram para hacerle un llamado y una promesa: “Abandona tu casa y la casa de tus padres, y ve al lugar que Yo te indicaré; y te bendeciré y multiplicaré tu raza como las estrellas, o como las arenas del mar, y en ti serán benditas todas las naciones de la tierra”. Y Abram, sin dudarlo, tomó a toda su familia (es decir, su esposa, sus parientes, sus sirvientes y trabajadores, sus muebles, su ganado y su riqueza, recordemos que hablamos de patriarcas) y con ella a su sobrino Lot, que quiso seguirlo (o sea, también con toda su familia, sus cosas, etc.), y se movió hacia el sur, guiado por su llamado. Obsérvese que no sabía a dónde iba, solo confiaba ciegamente, con certeza plena, en su vocación, vocación de nómada que abandona la comodidad de las ciudades, donde se es extraño y extranjero, para internarse en el desierto, la soledad y lo desconocido, en pos de un certero llamado.
Y al llegar a la tierra de Canaán, nos dice la Escritura, en un lugar llamado Siquem, se le apareció nuevamente la Divinidad y le prometió la posesión de dicha tierra, tierra sagrada, a su nombre y a sus descendientes. Pero no por ello sus pasos se detuvieron allí (dicha tierra ya estaba habitada, y sus habitantes, los cananeos, se habían asentado y la poseían), y Abram prosiguió su trasegar, llegando luego a separarse de su sobrino, Lot, por diferencias entre las casas, teniendo luego que involucrarse en una guerra, un conflicto contra reyezuelos locales, para defender a su sobrino y a su familia, secuestrados a la sazón. Tras salir invicto de la jornada, recuperar todas las personas y cosas, y comportarse impecablemente frente a vencidos y vencedores, apareció allí un personaje extraño, casi sobrenatural, un rey-sacerdote de nombre Melquisedec (su nombre, etimológicamente, significa más o menos, casi lo mismo, rey-sacerdote), rey de Salem (nombre que significa paz
Luego de esto, nuevamente se apareció la Divinidad en una visión a Abram para renovar el pacto, prometiéndole numerosa descendencia (Abram era ya “viejo”, de unos ochenta años, al igual que su esposa, quien además siempre había sido estéril) y la posesión de la tierra en la que ahora eran nómadas, “desde el torrente del Nilo hasta el río Éufrates”. También, en medio de un extraño ritual, recibió la profecía acerca de la futura esclavitud de sus descendientes, el juicio sobre las naciones opresoras, y el posterior retorno a la “tierra prometida”.
Sarai, desesperada quizá de la promesa, sabiéndose estéril, le entregó a Abram a su “dama de compañía”, una egipcia de nombre Agar, para que tuviera un hijo en ella, a nombre de Sarai. Efectivamente, Agar concibió de Abram (¡con ochenta y cinco años!) a un hijo de nombre Ismael, de quien se profetizó luego que sería también padre de una gran nación y un fiero guerrero. Pero parece que los planes de la Divinidad eran diferentes, aunque hubiera que esperar aún varios años más, para empezar a recibir los primeros frutos de la promesa en la persona misma de Sarai. Pues cuando Abram ya frisaba la centena de años, se le apareció, una vez más, la Divinidad: “Yo Soy el D-os Altísimo. Camina en Mi Presencia y sé perfecto. Entre Yo y tú será establecida Mi alianza. Ya no serás más Abram (padre venerado), sino que te llamarás Abraham (esto es, padre de muchas naciones), pues de ti saldrán naciones y reyes entre las generaciones. Contigo y con tu descendencia pacto Mi alianza, alianza eterna que habrá de ser llevada por siempre en la carne (el rito de la circuncisión para los varones de ocho días de nacidos). Y tu esposa ya no habrá de llamarse Sarai sino Sara (princesa), a quien daré un hijo, y la bendeciré para que de ella salgan pueblos y reyes como las arenas del mar”.