Con el colapso del Imperio Romano de Occidente, en el siglo V de nuestra era, colapsó también con él todo el mundo antiguo occidental y pagano, y Europa inició su tránsito por los siglos difíciles del tardo imperio y la Alta Edad Media, a la luz de un cristianismo que se legitimaba sobre todo en la fuerza de la civilización clásica, preservada en Bizancio y el imperio romano oriental, más que en la preeminencia del obispado de Roma. Esta situación mantuvo un precario equilibrio hasta la entronización de Carlomagno, emperador franco, quien el día de Navidad del año 800 d.C. fue coronado como Imperator Romanorum por el papa León III. A Carlomagno se le adjudica la reunión dentro de su imperio romano cristiano de los antiguos territorios conquistados por los romanos, y se le reputa por ello como “padre de Europa”, tanto como padre de las Casas reales de Francia y Alemania.

Sin embargo, para el pueblo de Israel en el destierro estos cambios ya casi nada significaban, puesto que se habían visto desarraigados de sus tierras ancestrales en el transcurso de los dos primeros siglos de nuestra era, y desde aquellas épocas vivían en una constante diáspora, dispersos en innumerables comunidades a lo largo de todo el mundo mediterráneo y más allá, como que se encontraban comunidades judías en zonas tan apartadas como la India, el Asia Central, Persia y Babilonia, y hasta en Etiopía en el África.

Los judíos persistieron durante todo este tiempo en verse a sí mismos como una nación aparte, vinculada sobre todo por la observancia de su estricta Ley, su Alianza perpetua con el D-os Único, separados y distintos del resto de la Humanidad (goim, los gentiles, la realidad de un mundo con el que Yahvé constantemente les pone a prueba en su fe). Dentro de las naciones europeas, dicha imagen fue correspondida de manera semejante por sus contemporáneos cristianos, que recelaban de ellos como “los que dieron muerte a Cristo”, a lo que le añadían generalmente todo tipo de ritualidades “satánicas” y “extrañas”. Como caso curioso y paradigmático, cuando la peste bubónica se extendió por toda la Europa medieval y empobrecida, llevada en la saliva de las insalubres pulgas, matando a casi un tercio de la población del continente, las comunidades judías, que se caracterizaban por sus prácticas obsesivas de higiene personal frente a los alimentos y el culto, se vieron menos afectadas por la plaga. Esto suscitó inevitablemente la desconfianza de las demás personas entre las que vivían, quienes terminaron acusándolos de brujería, de “pactos con el demonio”, justificado con ello posteriores confinamientos, destierros y matanzas. Desde estas épocas tiene sus orígenes la confusa identificación, no exenta de intencionalidad, entre el Sabat de las brujas, los días de culto a las divinidades paganas, y el Sabat como día sagrado de los judíos, llegando a extremos de acusarlos de raptar niños cristianos, ya fuera para esclavizarlos y degradarlos, o para sacrificarlos, como sangrientas hostias, en sus cruentos rituales de adoración satánica.

Más allá de estos imaginarios colectivos, la necesidad material se imponía igualmente a estas comunidades dispersas, tratado de sobrevivir entre vecinos no siempre bien dispuestos, absteniéndose por convicción de realizar ciertos trabajos, que consideraban degradantes, aunque prestándose gustosamente para el oficio de otros, no tan bien mirados a su vez por sus contemporáneos europeos. Así, a grandes rasgos, los judíos pasan a identificarse, en la era del feudalismo medieval y más allá, con los cambistas de moneda y los banqueros, los usureros que con los que se podía contar siempre que alguien importante se encontrara en problemas de deudas, y siempre que esa misma persona tuviera modo de retornar luego el préstamo, con intereses. Recuérdese que, durante la Edad Media, la riqueza y el estatus de la gente giraba sobre todo alrededor de la tierra y su cultivo, en torno al concepto de nobleza no sometida a la necesidad del trabajo, por lo que las ciudades cosmopolitas y abiertas, habitadas por artesanos libres y comerciantes, banqueros y cambistas de moneda, ocupaban un lugar secundario, algunas veces casi invisible, en las dinámicas económicas de la época. De todos modos, y a causa igualmente de su fama de eruditos profundos, de hombres sabios y capaces, también las grandes cortes y reinos de la época contaron muchas veces con consejeros y asesores espirituales judíos entre sus filas, y el mismo Carlomagno se valió de ellos para tratar de entender a sus enemigos musulmanes, los sarracenos.

También, en un momento de luminoso esplendor para el espíritu humano en toda su historia, durante el reinado de los reyes castellanos en la España medieval del siglo XI y como prolongación del espíritu de tolerancia religiosa y emergencia cultural marcada con anterioridad por el califato de Córdoba, se instituyó allí lo que fuera conocido como “escuela de traductores de Toledo”, un esfuerzo conjunto donde cristianos, musulmanes y judíos se reunían para reescribir e interpretar textos grecolatinos alejandrinos (Aristóteles, Platón, …), y sus versiones comentadas árabes y hebreas, traduciéndolas ya fuera al latín, la lengua culta de su tiempo, o también a versiones propias en algunas de las nacientes lenguas vulgares, principalmente el castellano. Tal esfuerzo tuvo un efecto profundo y duradero que permitió con el tiempo el renacimiento cultural, científico y religioso, no solo de España, sino de toda la Europa de finales del medioevo.