En el desierto del Sinaí, en el monte sagrado del Horeb, llamado el “monte de D-os”, Moisés experimentó su encuentro fundamental con la Divinidad, en uno de los episodios más notables e importantes de todo el Antiguo Testamento, como que significa la primera revelación de D-os, a quien servían y adoraban Abraham, Isaac y Jacob, a Moisés, para recuerdo de las promesas hechas tiempo antes a los hebreos.
Mientras cuidaba los ganados en el desierto, Moisés creyó ver una llama que ardía en el monte, pero que no consumía la zarza en la que ardía. Picado de curiosidad, dejó a los suyos para ir a ver, y quizá hacerse también con un poco de fuego (difícil de producir y conservar en esos días); allí escuchó la Voz que le habló: “Quítate el calzado, pues el lugar que pisas es sagrado. Yo Soy el D-os de tus padres, de Abraham, de Isaac y de Jacob, y he visto la humillación de Mi pueblo en Egipto. Ha llegado el momento de librarlos de la servidumbre, para hacerlos subir a una tierra que mana leche y miel, la tierra que prometí a tu ancestro Abraham. Ve pues donde Faraón, para sacar de Egipto a Mi pueblo”. Moisés, en una reacción muy humana, dudó con razón: “¿Quién soy yo para ir donde el poderoso Faraón, y sacar de Egipto a mis hermanos, los israelitas? Si voy de parte Tuya, ¿qué nombre habré de darles?”. D-os respondió: “Yo Soy, el D-os de tus padres es Quien te envía. Este es Mi Nombre, YHWH, Yahvé, y como tal Me conocerán y Me invocarán y, una vez los haya sacado de la casa de la servidumbre, vendrán hasta acá a adorarme”.
Así, imbuido del poder de D-os, Moisés retornó a donde los suyos, y se presentó ante el Faraón, con la exigencia estipulada. Debió de realizar, junto a su hermano mayor Aarón, grandes prodigios enfrente de los jefes de su pueblo y de los dignatarios de Faraón, a fin de probar su propia dignidad. Y aunque logró el reconocimiento por parte de todos, no por eso cejó Faraón ante las exigencias de Moisés, sino que, por el contrario, porfió y se mantuvo inflexible (de hecho, cargó aún más a los hebreos de trabajo), en un ejemplo paradigmático de lo que puede llegar a ser un gobernante arrogante y caprichoso, y de las desgracias que puede acarrear a los suyos debido a su intransigencia. Dado que D-os, por intervención de Moisés y ante la dureza de Faraón, descargó sobre los egipcios nueve plagas insoportables (el agua convertida en sangre, las ranas, los mosquitos, los tábanos, la peste de los animales, las úlceras corporales, el granizo, las langostas, los tres días de tinieblas), que para nada afectaron a los hebreos, y solo tras la décima plaga, las más mortal de todas, cedió Faraón y permitió salir al pueblo de Israel. Pues, en el mes de Aviv
Para los hebreos, este mes se convertiría desde entonces en el primero de los meses del año, la fecha de celebración de la Pascua judía, donde se sacrifica un cordero por familia, para comerlo con panes sin levadura y verduras amargas, vestidos como para salir de viaje, en recuerdo de aquel momento crucial, cuando debieron pintar con la sangre del sacrificio los dinteles de las puertas de sus casas, a fin de que el Ángel que pasaba los reconociera y no les hiciera daño.
Esa misma noche, Faraón llamó a Moisés y Aarón, y les despidió junto con su pueblo: “Váyanse de aquí, ustedes y los hijos de Israel. Vayan a servir a Yahvé, como dicen. ¡Salgan, pero dennos antes la bendición!”, y los egipcios pensaban que, de no irse los hebreos, morirían todos. Sin embargo, una vez que estos hubieron salido, cargados de riquezas y con los huesos de su ancestro José, Faraón y los egipcios se arrepintieron: “¿Qué hemos hecho? Dejamos que se fueran los israelitas, y ya no están para servirnos”.
Así, Faraón alistó a sus ejércitos, y persiguió a los israelitas (y a otros extranjeros que se les habían unido en su salida) hasta el Mar Rojo, la frontera final del mundo egipcio, acorralándolos allí. Entonces se quejaron los israelitas contra Moisés: “¿Qué ganas con sacarnos de Egipto? Mejor servimos a los egipcios, pues más nos conviene esto que venir a morir al desierto”. Pero el poder de D-os se manifestó de nuevo milagrosamente, permitiendo a los hebreos pasar a pie seco por el mar, mientras que hundió y dispersó a los egipcios en las aguas. Aquel día Yahvé liberó a Israel del poder de los egipcios, y el pueblo atestiguó prodigios y temió a Yahvé, y creyó a Moisés, Su siervo. Pero ahora, tras el paso del mar, se extendía al otro lado para los israelitas la inmensidad del desierto, desconocido e ignoto.