Una vez más, tras el cautiverio, el pueblo de Israel, ahora solo reducido al reino de Judá, habita de nuevo la tierra prometida y la ciudad santa de Jerusalén, donde construyen su segundo Templo. Ahora ya no vienen como conquistadores, como los “batallones de Yahvé Sabaot, el D-os de los ejércitos”, a masacrar cananeos paganos e idólatras, sino que se preocupan por sobre todo del culto a Yahvé en torno al Templo, y de las promesas de redención hechas a la Casa de David. Israel no es ya el antiguo reino expansivo y esplendoroso de David y Salomón, que suscitó en su tiempo la admiración y el respeto de los reyes de la tierra, sino que lucha a duras penas por mantener un cierto nivel de autonomía respecto a los persas, que los mantienen sujetos en su órbita de influencia, y a los egipcios, que luchan por imponerse nuevamente como imperio. Durante todo este periodo, son los sacerdotes, más que los reyes de la Casa de David, los que detentan y ejercen el poder civil y religioso en nombre de Yahvé, y la clase sacerdotal alcanza un carácter hereditario, así como una relevancia absoluta en todos los aspectos de la vida nacional.

Sin embargo, entre los años 336 a.C. y 325 a.C., año de su muerte, Alejandro Magno de Macedonia atacó y destruyó todos los imperios y reinos que tuvo a su alcance, entre ellos el imperio Aqueménida persa, la potencia de su época, construyendo con esto su propio e impresionante imperio, desde Grecia y Egipto, pasando por toda Asia Menor, Siria y Mesopotamia hasta el Irán, el Afganistán y la India. Murió a la edad de treinta y tres años, tras lo cual sus generales y amigos entraron en guerras sucesorias para repartirse y reinar sobre los territorios conquistados. Judea quedó para ese tiempo bajo el poder de la dinastía de los tolomeos, con base en Alejandría, Egipto, quienes respetaron y mantuvieron la autonomía e independencia de Israel, sujeta a su poder. Incluso durante este periodo se organizó una comisión de sabios para realizar una traducción de la Biblia judía al griego, la llamada versión de los Setenta, a fin de dar a conocer las santas Escrituras en el mundo pagano, la que serviría a su vez de base principal para la redacción y elaboración del Nuevo Testamento.

Pero, a comienzos del siglo II a.C., la dinastía seleúcida siria, enemiga tradicional de los tolomeos, se hizo con el poder y arrebató Palestina a Egipto. Uno de sus reyes, Antíoco Epífanes, invadió Jerusalén en 167 a.C., instalando una estatua de Zeus en el Templo, prohibiendo toda forma de culto a Yahvé, la práctica de la circuncisión y la posesión de las Escrituras sagradas, so pena de muerte, en un esfuerzo por “helenizar” todo su reino, esto es, desterrar toda forma de nacionalismos en favor de una cultura griega de corte universal y pagano. Tal intento provocó una previsible rebelión, encabezada por una familia de ascendencia sacerdotal, levitas de la tribu de los Asmoneos: Matatías y sus hijos, seguidos por algunos fieles, se internaron en las montañas y desde allí hicieron guerra de guerrillas contra los sirios. Al morir Matatías le sucedió su hijo Judas, llamado Macabeo (Martillo), en 166 a.C., quien prosiguió con las hostilidades, llegando a recuperar Jerusalén y el Templo para el culto a Yahvé, hecho que es rememorado todos los años en la fiesta judaica del Hannukah. Por ese tiempo, Jonatán, su hermano, ejerció el Sumo Sacerdocio en Jerusalén y, tras la muerte de este, le sucedió su hermano Simón, quien rechazó finalmente a Demetrio de Siria en 142 a.C., ganando con esto para su familia la dignidad hereditaria del principado y del sumo sacerdocio. Sus descendientes terminarían en últimas por materializarse, encabezando un culto vacío de espíritu, como una observancia meramente externa de la Ley, sin un verdadero deseo de cercanía a D-os.

Esta dinastía asmonea (o de los Macabeos) reinó finalmente hasta el año 63 a.C., cuando Judea fue anexionada como provincia romana por las legiones de Pompeyo. Fue durante este periodo de relativa autonomía que cobraron relevancia las sectas de los fariseos (laicos obsesionados por el cumplimiento de la Ley) y de los saduceos (sacerdotes que simpatizaban con el helenismo, materialistas y corruptos muchas veces), quienes, para el tiempo de Jesús, gobernaban conjuntamente en Israel mediante un Sanedrín, una asamblea de personas prominentes, presididos por el Sumo Sacerdote Anás.

Luego, a la llegada de los romanos, estos organizaron la región según sus intereses políticos, y terminaron nombrando, en 37 a.C., a Herodes, como dirigente pro romano en la provincia. Este sería el Herodes que llegaría a hacerse tristemente famoso por la matanza de los niños inocentes, entre muchas otras que hizo, en su afán de conservar su reino, y ante el temor de la llegada profetizada de un futuro y verdadero “Rey de Israel”.