Finalmente, dentro de la percepción cronológica de Europa occidental, cristianizada desde hace siglos, las comunidades judías (el pueblo escogido de Yahvé, disperso ahora entre las naciones de los gentiles) van entrando poco a poco en lo que para Europa significa la modernidad, casi sin darse por notificados, aferrados a su tradicional Alianza y a las anheladas promesas mesiánicas, que aún no han alcanzado hasta el momento su pleno cumplimiento (el tiempo de D-os no es el mismo que el de los hombres…). Durante todo este tiempo vivieron aislados y ajenos, sumidos en su fe, y conocieron el desprecio y el repudio por parte de las gentes entre las que habitaban (principalmente, pero no de manera única, en las naciones del ámbito cristiano), el aislamiento y el encierro dentro de guetos atestados e insalubres, las matanzas indiscriminadas y los linchamientos, los pogroms.

También, como se ha dicho, no todo fue tan amargo para todos, pues también en algunos momentos, en algunos lugares, algunos de ellos, prosperaron y se hicieron grandes…

Por lo pronto, en 1492 los españoles, de mano de Cristóbal Colón, “descubren” el continente americano (para ellos…) y lo anexionan, tanto como pueden, con sus riquezas y personas, a su creciente imperio católico. También, en ese mismo año, los Reyes Católicos, Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, toman posesión de la última plaza musulmana en España (el reino nazarí de Granada), completando con ello la denominada Reconquista, es decir, la limpieza en España de elementos ajenos y extranjeros, y su unificación en torno a un reinado católico centralizado. Poco después de esto aparece el edicto de expulsión de moros y judíos en todo el territorio unificado de España, lo que significó la salida de una gran parte de la intelectualidad letrada de la época, casi un retroceso oscurantista para el naciente pero poderoso reino peninsular. Una nueva repetición de la diáspora: los que no se fueron, se vieron obligados a “abjurar” de su fe para adoptar la religión oficial, vigilados constantemente por si acaso su renuncia no resultaba del todo sincera (los llamados relapsos), perseguidos durante décadas hasta su total expulsión del país, tarea para lo cual se hizo necesario, y se justificó, la instrucción de llamado Tribunal del Santo Oficio en España, la temida inquisición española.

Y la historia continuó su discurrir: a caballo entre los siglos XVIII y XIX, y como resultado de complejos procesos sociales de raigambre muy anterior, Europa occidental experimenta profundos cambios sociopolíticos y económicos, que terminarán por dar forma última al mundo contemporáneo. Las ciudades emergen como nuevos centros dinámicos, con el surgimiento de una nueva y poderosa clase social, los ricos comerciantes y banqueros burgueses, que desean hacer valer sus intereses como una forma alterna de poder popular, opuesto al poder del clero y de la nobleza, los dos poderes tradicionales. Nuevos adelantos tecnológicos permiten una apropiación nunca antes soñada de los territorios y de las riquezas, de los cuerpos y las almas de las personas. La revolución industrial arrasa con todo obstáculo que se le presenta, todo aquello que no responde a su “lógica” cientificista y utilitaria, centrada en torno al poder del dinero. Con ello, nuestros antiguos cambistas de moneda medievales, los banqueros y las familias judías que atesoraban las monedas de forma secular, conocieron un periodo no previsto antes de esplendor en Europa, así como también luego en los Estados Unidos de América.

Con todo, esto no mermó para ellos la segregación ideológica y cultural, y se mantuvieron los antiguos prejuicios y prevenciones, aunque algo atenuadas, o al menos transformadas, por el racionalismo imperante de la época. En todo caso, para Europa los judíos continuaban siendo un pueblo diferente y desarraigado, que no participaba ni de su cultura ni de su identidad cristiana, y frente a ellos los europeos manifestaban actitudes diversas, desde los que abogaban filantrópicamente por “construirles” un país, una nación para ellos, o los que consideraban su situación una realidad incontrovertible, que había que aceptar en el corazón de Europa, hasta las posiciones más intransigentes, para quienes las únicas opciones estaban en los guetos, las deportaciones arbitrarias, las matanzas impunes.

A pesar de esto, el elemento judío empezó a pesar con fuerza entre las nacientes sociedades democráticas de la Europa occidental de fines del siglo XIX, y de la mano de prominentes personalidades judías de su época, hombres públicos o sociedades anónimas de grandes riquezas y mucha influencia, se perfiló el sueño de un retorno a la patria ancestral, identificada casi de manera mística con el monte de Sion, la colina donde está construida Jerusalén. En Basilea, Suiza, país bancario y monetario por excelencia, se realizó, a fines del siglo XIX, un primer congreso sionista internacional, que congregó a importantes dignatarios de las comunidades judías de Europa, principalmente, para discutir sobre la necesidad y la pertinencia del proyecto sionista de retorno a Israel. En Francia, mientras tanto, un oscuro caso de falsa traición, que incriminaba injustamente a un oficial judío, movió la conciencia de toda la intelectualidad francesa de su época, que se pronunció en bloque a favor de la cuestión judía, y de la necesidad de constituir para ellos un estado nacional, donde pudieran finalmente reunirse todas las comunidades disgregadas, con lo que el Sionismo adquirió de ese modo carta de naturaleza política entre las naciones de Europa. Se pensó inicialmente en algunas zonas de Europa (Alemania, España, …) e incluso Asia, pero no en Palestina, ocupada a la sazón por el gigantesco imperio turco otomano.

Con todo, los avatares de la guerra terminaron por imponerse, y el proyecto sionista se vio aplazado, en tanto toda Europa se precipitaba, a principios del siglo XX, en el horror innombrable de la Primera Guerra Mundial. El final de la misma, en 1918, marcó uno de los momentos más duros para el espíritu nacionalista alemán, nación a la que se le cargó finalmente toda la culpabilidad de la guerra, y se le hizo responsable de la casi total reconstrucción de Europa, entre otras indemnizaciones que debió de pagar, además de que los sectores franceses más recalcitrantes abogaban por reducir a la población alemana a una condición de ruralidad empobrecida, privada de las tecnologías modernas, sin posibilidad de defensa nacional o de cualquier otra forma de autodeterminación. ¡Mala forma de querer poner fin a una guerra!