La Roma imperial y pagana marca el punto culminante de la Antigüedad clásica, el momento de máxima expresión de toda la sabiduría del mundo antiguo, que se impuso, valga decir, por la fuerza de las armas sobre todo los pueblos de la cuenca del Mediterráneo y más allá, pero también por el empuje de su propia civilización y cultura, su fuerte dinámica cultural y comercial, y por la convicción de que ellos, así como sus antecesores griegos, constituían la única y mayor alternativa viable de civilización frente a la incultura y la barbarie de los demás pueblos sometidos bajo su imperio. Impusieron su lengua y su ley sobre gran parte del mundo conocido hasta entonces, así como sus formas económicas, políticas, culturales e ideológicas durante siglos y dejaron una profunda huella en la mentalidad y en las estructuras sociales de todos los pueblos que les subsiguieron.
El último emperador que gobernó sobre el territorio unificado fue Teodosio el Grande, quien adoptó el Cristianismo como religión estatal exclusiva mediante la promulgación del Edicto de Tesalónica en 380 d.C., dando así finalización a la visión pagana del mundo y cerrando entonces un periodo de la historia, la Antigüedad, para dar paso a otro nuevo. A su muerte, el imperio quedó dividido en dos partes, con sus dos hijos como emperadores: Honorio, el menor, en occidente y Arcadio en oriente. Estas dos entidades siguieron caminos divergentes a partir de allí y no volverían a unirse nunca más.
En occidente, el imperio sobrevivió solo un par de generaciones más y luego se hundió bajo la presión de las diversas tribus bárbaras de origen mayoritariamente germano y nórdico, que penetraron sus fronteras septentrionales dando paso con esto a la Temprana Edad Medieval, con sus estructuras feudales, luego de que el último emperador romano, Rómulo Augústulo, fuera depuesto en 476 d.C. por el jefe hérulo Odoacro, quien adoptó el título de rey de Italia. Para ese momento, el territorio ya se hallaba fragmentado en numerosos reinos bárbaros, algunos de ellos cristianizados y bajo la soberanía espiritual del papado en Roma, otros seguidores de corrientes heréticas o divergentes del cristianismo, como el arrianismo, y otros, finalmente, aferrados aún a sus prácticas paganas y reacios a la conversión.
Las así llamadas “invasiones bárbaras” habían comenzado mucho antes, como parte de un largo proceso de decadencia que tuvo su inicio quizá a partir del siglo II, cuando elementos extranjeros de diversa procedencia fueron aceptados dentro del ejército imperial con sus caudillos propios, y tuvieron uno de sus puntos más álgidos durante el transcurso del siglo V: en 410 d.C. una coalición de tribus visigodas mandada por Alarico (Allareiks, rey sobre todos) saqueó la ciudad de Roma, la cual no había sido tomada en más de ocho siglos, lo cual fue visto por muchos como una señal evidente del fin de los tiempos, pues para los paganos significó que los dioses habían abandonado la protección de la ciudad eterna, mientras que para los cristianos fue el aparente triunfo de las fuerzas del mal antes del advenimiento del Juicio Final. Para San Agustín de Hipona, uno de los padres fundamentales del Cristianismo de los primeros siglos, la caída de Roma significó la más clara demostración de que las obras mundanas del hombre no estaban hechas para prevalecer y de que el objetivo último de los cristianos debía ser la construcción de la “Ciudad de Dios”.
Europa continuó experimentando nuevas migraciones bárbaras en los siglos subsiguientes, lo que fue configurando para ese tiempo un característico estado de aletargamiento social y económico dominado por la fragmentación política, el aislamiento de las comunidades alrededor de las fortalezas medievales y la inseguridad civil, y que permitió el paso a los modos de producción feudal, asociados a la tierra y a una visión teocéntrica del mundo cristiano donde los miedos milenaristas y apocalípticos alimentaron los imaginarios colectivos de casi todo el continente.
Por otra parte, en el oriente el imperio se estabilizó en torno a la ciudad de Bizancio, la Nueva Roma, la cual logró permanecer por mil años más, como centro de la cultura y la cristiandad orientales, ejerciendo su hegemonía no solo en el ámbito espiritual sino también en lo que respecta al poder temporal, como depositaria y heredera de pleno derecho de toda la cultura clásica romana de la antigüedad.
Luego de sortear la amenaza que implicaban los distintos pueblos bárbaros invasores (godos, alanos, hunos, vándalos, eslavos, etc.), que terminaron, muchos de ellos, por asentarse en la parte occidental del imperio para conformar monarquías propias, los bizantinos experimentaron un periodo de notable recuperación bajo el reinado de Justiniano, entre los años 527 y 565 d.C., quien emprendió una política expansiva que lo llevó a consolidar nuevamente los extensos territorios mediterráneos del antiguo imperio romano (a excepción de la Galia de los francos y la Hispania de los visigodos) bajo su mandato. También se realizó una importante labor de recopilación del cuerpo del derecho romano en una obra de codificación que resultaría capital para toda la posteridad, conocida coloquialmente con el nombre de Pandectas, esto es, Colección universal. Pero quizá la muestra más impresionante del esplendor bizantino de aquella época lo constituye la construcción de la basílica de Hagia Sophia, la iglesia de la Santa Sabiduría de Dios, una de las obras maestras de la arquitectura de todos los tiempos, por los arquitectos Antemio de Tralles e Isidoro de Mileto, invitados de Justiniano. La enorme catedral se halla sobre uno de los sitios con mayor actividad sísmica del mundo, y aún hoy se mantiene en pie, casi mil quinientos años después de su elevación.
Durante el siglo VII, la expansión vertiginosa del Islam amenazó la hegemonía del Cristianismo oriental ejercida desde Bizancio, pero el imperio supo mantenerse a lo largo de todo este periodo, aun a costa de grandes sacrificios y pérdidas, y a pesar de las amenazas externas y de las divergencias religiosas internas. Para el momento de ascenso de la dinastía Carolingia, que volvería a unir el mundo romano occidental el en transcurso de los siglos VIII y IX, las querellas entre iconoclastas e iconódulos en Bizancio dieron espacio a un vacío de poder, lo cual fue aprovechado por los francos y el papado romano para adoptar a partir de allí el título de emperador de los romanos para los soberanos occidentales, mientras que adjudicaban a los orientales el de emperador de los griegos, perfilando con esto un distanciamiento ideológico que hallaría su consumación final unos dos siglos después, cuando las dos iglesias, católica romana y ortodoxa griega, se separaron definitivamente luego del Gran Cisma de 1054 d.C.