Luego de la recuperación del imperio que tuvo lugar a partir del reinado de León III el Sirio (también conocido como León el Isaurio o Isáurico, por el nombre que se le dio a la dinastía iniciada por él), el gobierno del imperio fue continuado por sus descendientes en medio de la polémica en torno a la veneración de las imágenes y las reliquias sagradas que surgió a mediados de su gobierno y que se extendió luego a lo largo de todo el siglo, resurgiendo luego con fuerza renovada durante el siglo siguiente.

El mandato de León se caracterizó por una activa gestión en todos los ámbitos de la política y la sociedad, gracias a sus grandes méritos como militar, diplomático y legislador civil y religioso. Dispuso de leyes que impulsaron el comercio y mejoraron la situación de la base campesina del imperio y promovió la redacción de nuevos códigos civiles, adaptados a las necesidades actuales de su pueblo, además de que valorizó la lengua griega, común en los territorios del imperio, frente al latín, que hacía ya tiempo que había caído en desuso en la corte. León, aparentemente motivado por convicciones sinceras (el deseo de erradicar la idolatría y de ofrecer a los suyos la posibilidad del ejercicio de una espiritualidad más elevada, así como de poner freno a los abusos de la iglesia; la constatación de la fuerza doctrinal de las convicciones de cristianos orientales, judíos y musulmanes frente a las prácticas idolátricas; incluso, el temor a Dios luego de que diversos terremotos y desastres afectaran al mundo cristiano, como una especie de “castigo” por desviarse de la pureza original de la fe), sin consultar con la iglesia y en su condición de emperador-sacerdote, proscribió la elaboración y adoración de imágenes sagradas, política que terminó por imponer en el imperio a pesar de la fuerte oposición con que se encontró inicialmente.

Las medidas formuladas en principio en relación al tema fueron de carácter eminentemente práctico y orientadas al uso, sin profundizar demasiado en los aspectos teológicos y doctrinarios subyacentes ni dictar leyes represivas contra el patriarca o los representantes de la iglesia reconocidos como iconódulos. En las discusiones que se sucedieron, la preocupación primaria de los estamentos eclesiásticos se centró más en el descrédito que significaría para ellos el reconocer como equivocada una práctica que había sido aceptada durante mucho tiempo. Sin embargo, ante la persistencia de la controversia y el surgimiento de argumentos teológicos para justificar ambas posturas se empezaron a radicalizar luego las posiciones y en los años posteriores el conflicto derivó hacia las persecuciones y la destrucción de las imágenes, las proscripciones de uno y otro bando, la confiscación y el expolio de bienes de la iglesia y la profundización de las discusiones entre las iglesias orientales y occidentales, que se disputaban para ese momento la hegemonía sobre el mundo cristiano.

Al reinado de León le siguió en 741 el de su hijo, Constantino V, denostado posteriormente por sus opositores iconódulos al punto de adjudicarle el nombre despectivo de coprónimos, que aduce a una historia según la cual este emperador defecó cuando era bebé en la pila bautismal al momento de ser bautizado. En su momento la querella iconoclasta había adquirido importantes dimensiones políticas que llevaron a que, apenas un año después de acceder al trono, el nuevo emperador fuera depuesto por una conjura que llevó al poder a Artabasdo, su cuñado, quien alegó que Constantino había muerto en la batalla y se puso al frente del gobierno con el apoyo del clero iconódulo y una parte importante del ejército.

Sin embargo, Constantino se refugió en las montañas de Isauria y regresó luego para retomar su trono, poniendo sitio a Constantinopla y derrotando a Artabasdo en 743. A partir de entonces, Constantino asumió una política aun más radical que la de León, escribiendo obras contra la adoración de las imágenes y asegurándose la fidelidad de sus soldados a la doctrina iconoclasta. En 754 convocó un concilio de obispos iconoclastas en Hiereia, donde la prohibición de las representaciones sagradas fue elevada al carácter de dogma teológico de la iglesia a pesar de que no hubo representación de ninguno de los patriarcas de la antigua pentarquía, dado que las sedes de Antioquía, Jerusalén y Alejandría habían sido tomadas por los musulmanes y el patriarca de Constantinopla había muerto recientemente. Roma, por supuesto, segregada como estaba del poder imperial, no mostró ningún interés por hacer acto de presencia.

Ante la reacción y el repudio de las políticas de Constantino, este organizó una agresiva campaña para eliminar todos los íconos de las iglesias y deshacerse de todas las facciones iconódulas en la corte y la administración imperial. También dio vía libre a la represión de los monasterios, bastiones de la iconodulia, expropiando sus propiedades y obligando a muchos de los monjes a casarse mientras que otros se exiliaban a Sicilia o a Italia, lejos del poder imperial.

En política exterior, Constantino fue un gobernante fuerte que guerreó contra el imperio de los Omeyas y desestabilizó el creciente poder de los búlgaros, aunque en Occidente su poder fue menguando frente a los francos y los lombardos, quienes se apoderaron de Rávena en 751, luego de lo cual los territorios de Italia central y septentrional se escindieron completamente del imperio Bizantino. A finales de 775, Constantino murió cuando organizaba una nueva campaña punitiva contra los búlgaros. Su muerte fue vista con alivio por sus enemigos, pues la furia iconoclasta del emperador había llegado al final de su reinado al punto de condenar las oraciones a los santos y la conservación de reliquias.