En el último periodo de la historia de Grecia Antigua, Alejandro III de Macedonia, quien fuera discípulo de Aristóteles, impuso su hegemonía sobre un vasto territorio que incluía al mundo griego y a los territorios de lo que fuera el antiguo imperio persa aqueménida, al que doblegó por la fuerza de las armas. Sus conquistas se extendieron desde Egipto hasta la India, y llevó la cultura griega por buena parte del Mediterráneo y Oriente próximo y medio, con lo que dio forma en su tiempo a toda una civilización de carácter mundial. Esta tendencia fue sostenida, en las artes y en las ciencias, por sus sucesores, que soñaban con helenizar todos los territorios conquistados, al considerar el espíritu griego como la mejor (quizá la única) opción civilizadora para los hombres.

Las conquistas de Alejandro Magno ampliaron los horizontes del mundo griego hasta límites nunca antes concebidos, y posibilitaron nuevas formas de arte, literatura, organización política y social, cultos religiosos, etc. Las disciplinas de la Historia, Geografía, Medicina, Matemática, Astronomía, Botánica y Zoología, el arte bélico y la lingüística alcanzaron nuevos desarrollos y perfeccionamientos no probados hasta el momento. El vehículo de cultura por excelencia fue la lengua griega, koiné (común) o panhelénica, que terminó por fusionar culturalmente a oriente y a occidente.

Aunque las ciudades-estado griegas habían entrado en un franco proceso de decadencia, emergieron nuevos centros del saber y de cultura en otras zonas del mundo helénico, como Alejandría en Egipto y Antioquía en Siria. Con todo, el arte, las ciencias y la filosofía recibieron nuevos y poderosos impulsos, vitalizando así los espíritus de aquellos tiempos. Todos los grandes artistas de la época fueron en general griegos de las colonias asiáticas; los grandes avances en matemáticas y astronomía despertaron una nueva curiosidad por adentrarse en los misterios del mundo; las escuelas filosóficas fundadas por Platón y Aristóteles pervivieron a lo largo de todo este periodo. La ciencia se separó de la filosofía (en tanto elaboración meditada acerca del mundo) y ganó carta de legitimidad de la mano de ricos benefactores que apoyaron la construcción de planteles de investigación, observatorios astronómicos, museos y jardines botánicos y zoológicos, escuelas de medicina, etc. La medicina se separó de la magia, y se consideró ciencia de sanación, no solo de los males del cuerpo, sino también del espíritu, de la psyché.

Pero el sueño de Alejandro de crear un imperio de orden mundial terminó por desbordarlo, pues, contrario a lo que se pensaba anteriormente, la tierra era mucho más dilatada y extensa de lo que se suponía, de modo que, a las puertas de la India, sus agotados soldados empezaron a rebelarse ante la perspectiva de una correría sin fin por el ancho mundo, mientras la nostalgia de sus hogares y sus tierras les hacía soñar con un pronto regreso. Alejandro, consciente de que el entusiasmo de sus hombres disminuía ante los horizontes sin límite que se extendían frente a ellos, aceptó iniciar el largo viaje de retorno a la tierra patria. Pero antes, con la intención de consolidar sus recientes conquistas mediante la fusión de sus pueblos, se detuvo en Babilonia para casar a muchos de sus mejores hombres con influyentes mujeres nativas, y él mismo tomó a una princesa oriental como consorte. Además, empezó a adoptar poses de déspota oriental, y aceptó ser tratado como un dios.

Esto provocó el recelo de las facciones más pro griegas de su ejército, que temieron que su líder los obligara también a “orientalizarse”. Sin embargo, Alejandro murió más pronto de lo que se esperaba, en 323 a.C., a la temprana edad de 33 años, en la misma Babilonia, y se discute si fue por causa de enfermedad o envenenamiento. Durante los trece años que duró su reinado logró conquistar el imperio más grande del que llegara a tenerse noticia en su tiempo.

Tras su muerte no prevista, como cabía esperarse, sus generales lucharon ferozmente por repartirse los despojos del imperio, y a comienzos del siglo III a.C. los vencedores habían establecido tres dinastías mayores, que permanecieron, con altibajos, a lo largo del siglo: los Antigónidas en Macedonia y Grecia, los Lágidas en Egipto, y los Seléucidas en Asia Menor y oriente. Cada uno de estos imperios fue gobernado por soberanos absolutos, divinizados al estilo oriental, aunque recordando el ejemplo de los antiguos héroes griegos, como Hércules o Aquiles, que habían alcanzado también la apoteosis, es decir, la divinización en mérito de sus míticas gestas. En ese sentido, el elemento religioso era aquí de significación menor, pues no significaba que fueran adorados en templos, o que la gente les rezara para la obtención de favores, sino que era un artificio político para justificar su imperio.

A finales del siglo III a.C., en occidente, el creciente poder de Roma entraba nuevamente en guerra con la poderosa ciudad-estado de Cartago, en lo que es actualmente Túnez, África noroccidental. Esta guerra terminó por involucrar a una buena parte del mundo mediterráneo, lo que provocó que, una vez vencidos los cartagineses, Roma volviera sus ojos hacia el Mediterráneo oriental, con ansias de proseguir su expansión: declaró la guerra a Macedonia, que se había aliado con Cartago, y envió también legiones a Siria, para combatir al reino seleúcida de oriente.

Las ciudades griegas, reunidas para ese tiempo en dos ligas autónomas, aunque dentro de la esfera de influencia macedonia, alternaron entre su oposición o alianza a uno u otro bando, macedonios y romanos. La liga Etolia terminó siendo absorbida por el poder romano en pugna con Macedonia hacia el año 189 a.C. Su rival dentro del mundo griego, la Liga Aquea, liderada por Corinto, se mostró en principio favorable a Roma, quien nunca confió plenamente en ella, pero en 146 a.C. declaró abiertamente su hostilidad, y en respuesta los romanos arrasaron Corinto y disolvieron la liga, con lo que toda Grecia pasó a ser parte del imperio.

Tras la victoria de Pompeyo y la anexión de Siria como provincia romana, en el año 86 a.C., la última lucha enfrentó a Octaviano con el Egipto Lágida de la reina Cleopatra, a quien venció y terminó por anexionar en el año 30 a.C. Así, con la consolidación de la hegemonía romana sobre todo el Mediterráneo llegó a su fin, teóricamente, el periodo Helenístico, si bien es cierto que Roma terminó por recoger la herencia griega, constituyendo más bien una continuación de dicha cultura en su forma grecorromana: para el siglo I a.C., Atenas era considerada aún una ciudad cultural, un “lugar para ir a estudiar”, y las clases más aristocráticas de Roma solo podían considerarse cultas si dominaban la lengua griega y se educaban en sus modos de pensamiento, lo que, hasta el día de hoy, sigue siendo norma de validez.