Durante toda la Alta Edad Media, la hegemonía de la cristiandad en el mundo mediterráneo se mantuvo en disputa entre los dos centros determinados por Roma en occidente y Bizancio en oriente, al margen de la existencia de los otros patriarcados orientales de Antioquía, Jerusalén y Alejandría.

Ubicada en una importante posición estratégica en el camino que controla las rutas comerciales entre Asia y Europa, Bizancio se hallaba en una mejor posición para resistir el colapso del mundo antiguo y erigirse como heredera de la cultura clásica romana, sucesora por derecho propio de la dignidad imperial, más aún cuando el jefe hérulo Odoacro, luego de deponer al último emperador de occidente, se declaró rey de Italia y envió las insignias imperiales a Bizancio, en reconocimiento de la soberanía de esta sobre todo el imperio. Así, luego de hacer frente exitosamente a la amenaza de los pueblos bárbaros que atacaban y traspasaban las fronteras para asentarse dentro de los territorios imperiales, algunas veces recurriendo al expediente de desviarlos contra su agónico vecino occidental, el imperio de oriente inició un vigoroso proceso de consolidación que alcanzó su punto de mayor apogeo bajo el reinado de Justiniano, durante el siglo VI, quien unificó los antiguos territorios romanos de la cuenca del mediterráneo, con excepción de las regiones de Francia (en aquel momento reino franco) y de España (dominada por los visigodos).

Luego siguió un oscuro periodo donde el imperio pareció declinar debido a la presión de numerosos enemigos externos y a las divisiones religiosas internas, además del agotamiento del tesoro imperial. El monarca más relevante del siglo VII fue Heraclio, quien enfrentó a los bárbaros eslavos y al imperio persa Sasánida, debilitándolo al punto de que ya no lograría recuperarse, presa de los musulmanes, y que inició un proceso de helenización del imperio al cambiar la lengua oficial del latín al griego y adoptar el título de basileus en vez de su correspondiente latino avgvstvs. Durante su gobierno el Islam surgió como una fuerza dominante en oriente, y el emperador debió hacerle frente con dispares resultados, que a la larga significaron una pérdida de la influencia bizantina en las zonas asiáticas y africanas de su imperio.

En el transcurso de los siglos VIII y IX la hegemonía bizantina se vio abocada a una crisis político religiosa en torno al tema del culto de las imágenes, entre quienes aseguraban que eran obras santas de la cristiandad, objetos de reverencia (iconódulos), y los que promulgaban una actitud intolerante frente a todo tipo de representación humana de las cosas divinas y abogaban por “limpiar” las iglesias y el culto de todo tipo de imágenes religiosas distintas de la cruz (iconoclastas). Unos y otros, apoyados por poderosas facciones políticas y religiosas dentro del gobierno (los iconoclastas eran apoyados por el emperador y los militares, en tanto que los iconódulos lo eran por la iglesia), se enfrentaron en violentas discusiones y querellas que llevaron en un momento al derrocamiento del emperador reinante Constantino VI a manos de su madre, Irene Sarandapequina, partidaria de los iconódulos, y a la adopción del mando por parte de esta con el título de basilissa. Dicha situación generó un vacío efectivo de poder que fue aprovechado en occidente por el papa León III para nombrar a Carlomagno, rey franco cristiano de la dinastía carolingia, como emperador de los romanos, en el año 800 d.C., distanciándose con esto de la esfera de influencia oriental para conformar un centro propio de poder fincado en la relación entre la autoridad espiritual representada por el papa de Roma con el poder temporal del monarca cristiano que resultaba ungido por aquel.

En oriente, el imperio bizantino se estabilizó nuevamente a finales del siglo IX y comenzó desde allí un proceso de consolidación interna que surge a partir de la fijación en diversos concilios de la ortodoxia cristiana: a pesar de las fricciones de poder entre los imperios de occidente y oriente, en material doctrinal se hallaban por principio unificados (aunque continuarían surgiendo diversas herejías) y el patriarca de Constantinopla (único patriarcado que aún mantenía su peso doctrinal luego del eclipse de los otros tres patriarcados orientales por el Islam) reconocía hipotéticamente la primacía espiritual del papa de Roma como sucesor del solio de San Pedro.

Con todo, persistieron las diferencias culturales entre el occidente latino y el oriente helenizado de habla griega. Por los dos siglos siguientes, los emperadores bizantinos se dedicaron a establecer las bases de su imperio oriental reorganizando las estructuras territoriales en función de su defensa y gobernabilidad, en un proceso con características similares al del feudalismo europeo, que dio origen al llamado Renacimiento macedónico, unificado religiosa y culturalmente. Durante este periodo fueron convertidos al Cristianismo los pueblos eslavos incluso hasta Kiev, el corazón de la primera Rusia, lo cual fue posible en buena medida debido a la obra de los hermanos misioneros Cirilo y Metodio (los apóstoles de los eslavos), quienes adaptaron un nuevo alfabeto (que sería conocido luego con el nombre de cirílico) para establecer por escrito la divulgación del evangelio, traducido ahora a una lengua eslava litúrgica.

A finales del milenio, las divergencias en materia doctrinal entre occidente y oriente fueron en aumento hasta que finalmente se consumó la escisión entre las dos iglesias, cuando tanto el obispo de Roma como el de Constantinopla se excomulgaron mutuamente, en lo que es conocido como el Gran Cisma de Oriente de 1054 d.C. Los cristianos europeos occidentales se agruparon a partir de allí alrededor de la primacía espiritual del papa de Roma mientras que los cristianos orientales se disgregaban en multitud de iglesias ortodoxas, cada una con su patriarca, que reconocían nominalmente la autoridad del patriarca metropolitano de Constantinopla.

A partir de allí, y con el surgimiento de nuevas potencias en oriente y occidente, el imperio bizantino entró en un proceso de declive contra el cual luchó durante los siguientes cuatro siglos, algunas veces contra los cristianos, como durante algunas de las cruzadas, y otras contra los sultanatos musulmanes y contra los turcos, quienes finalmente provocaron la caída del imperio con la toma de Bizancio de 1453, lo que, junto con la invención de la imprenta y el descubrimiento de América al final de ese mismo siglo, dio fin a la Edad Media europea para abrir a partir de allí el camino de la modernidad.