Los primeros intentos de colonización del subcontinente norteamericano fueron llevados a cabo por diversos exploradores y misioneros españoles durante las fases iniciales del ímpetu descubridor e imperialista de la Corona castellana, aunque luego, el tamaño e importancia de las nuevas tierras anexadas hacia el sur resultó tan grande que se hizo necesario allí un proceso de establecimiento de instituciones administrativas y el asentamiento de un largo periodo de coloniaje, por lo que a raíz de esto el norte del continente quedó entonces fuera de la influencia española.

Posteriormente, desde finales del siglo XVI y a lo largo de todo el siglo XVII el imperio inglés facilitó la emigración de colonos hacia el norte del continente americano, como una manera de encontrar nuevas rutas y alternativas que permitieran compensar la hegemonía marítima de su adversario español, lo cual empezó primero con la concesión de patentes de corso a algunos almirantes de marina para exploraran los nuevos territorios y piratearan las flotas españolas (fue sir Walter Raleigh quien fundó primero la colonia de Virginia en 1584) y continuó luego con el aval dado por la Corona inglesa a proyectos colonizadores encabezados por algunos peregrinos puritanos, quienes buscaban establecer fundaciones autónomas en el Nuevo Mundo donde pudieran poner en práctica sus ideales religiosos, huyendo de una Europa que se desangraba para esos momentos en las guerras religiosas de la Contrarreforma.

Aunque en estas nuevas colonias se dieron también casos de convivencia y tolerancia con los nativos americanos (de lo cual se guarda actualmente un recuerdo particularmente significativo con la celebración de la fiesta del Thanksgiving day, el día de Acción de Gracias), el ideal que alentaba muchas veces a los primeros padres peregrinos (denominación con la que son comúnmente conocidos los primeros colonizadores ingleses de denominación cristiana protestante que darían fundamento a las trece colonias americanas, embrión de la futura nación estadounidense) se basaba en lecturas particulares de la Biblia, en particular de los relatos del Antiguo Testamento que narraban la entrada de los hebreos en la tierra prometida, lugar donde pudieron ejercer libremente su fe y su autodeterminación mientras se dedicaban a extirpar, muchas veces con violencia extrema, las idolatrías politeístas de los demás pueblos que habitaban primeramente dicha tierra, con quienes se mantuvieron generalmente en estado de guerra constante. Así, en muchos casos la colonización inglesa recordó las sangrientas campañas de Josué narradas en la Biblia, las cuales sirvieron de base teológica para justificar las muchas matanzas que se realizaron entre la población aborigen, cuando eran percibidos como una amenaza externa o simplemente cuando querían apoderarse de sus tierras, a la manera de como lo hicieron las huestes de los hebreos con los antiguos cananeos, fereceos, amorreos y filisteos.

Otro rasgo que también fue sacado directamente de lecturas de la Biblia fue la manera de organizarse políticamente en colonias federadas, cada una con su propio gobierno (por más que nominalmente fueran vasallos de la Corona inglesa y dependieran administrativamente de la metrópoli), en recuerdo de la manera cómo vivieron y se organizaron las doce tribus originales de Israel, antes de elegir como rey a Saúl, lo cual constituye una explicación de por qué hasta hoy en día los Estados Unidos de América se definen como una nación eminentemente federal.

A partir de estos orígenes de base religiosa (la cual ha alimentado igualmente otros procesos de asentamiento llevados a cabo por los europeos en diversos lugares del mundo, como en el caso de la colonización del sur de África por parte de exploradores holandeses), los ingleses del Nuevo Mundo se sintieron justificados teológicamente para expandirse cada vez más hacia el oeste, pues consideraban que era la voluntad de Dios que ellos habitaran y dominaran dicha tierra para cristianizarla (y por eso ponía en sus manos a los salvajes indígenas norteamericanos), para lo cual, durante el tiempo de desarrollo del ferrocarril en el siglo XIX, se hizo perentorio conectar la dos costas en una empresa de expoliación y apropiación que ellos interpretaron como la realización de un destino manifiesto, es decir, la intervención de Dios en la historia para lograr el triunfo de su Cristianismo por sobre la idolatría y el paganismo. Esto constituye uno de los imaginarios más poderosos de la nación estadounidense hasta el día de hoy, justificativa de su posición imperialista, y un elemento de reconocimiento racial y religioso de sus elementos más reaccionarios y tradicionalistas, que se denominan a sí mismos como W.A.S.P. (white anglo saxon protestants, los protestantes blancos anglosajones), por más de que la misma nación incorporara también dentro de sus imaginarios, desde sus inicios, la imagen del melting pot, es decir, la idea del crisol de razas y naciones diversas que contribuyeron de base en su fundación y posterior expansión por el subcontinente norteamericano.