Antes de finalizar su paso por la tierra, Jesús eligió principalmente a doce discípulos, doce apóstoles que predicaran su mensaje, y los envió por el mundo “a las ovejas perdidas de la casa de Israel”. No fueron los únicos elegidos, pues delegó a muchos otros para la misma misión, como testigos y anunciadores de la buena nueva acerca de la llegada del Reino de Dios, y les dio potestad para echar fuera demonios, hablar nuevas lenguas, sanar milagrosamente a los enfermos y resucitar a los muertos. Se dirigían principalmente a las comunidades de judíos, que habían recibido y eran los depositarios y custodios del mensaje divino entregado por Moisés y los anteriores profetas, y que se encontraban para esa época dispersos por todo el mundo mediterráneo hasta Mesopotamia, desde los tiempos de la deportación a Babilonia. Ellos eran los que estaban en capacidad de reconocer el evangelio y de recibirlo como confirmación de las profecías anteriormente dadas y como anuncio del Reino de Dios entre los hombres.

Pero ya las profecías lo habían advertido anteriormente (… vino a los suyos y no le reconocieron…), y el mismo Jesús lo declaró al decir que ningún profeta era escuchado en su tierra. Con todo, la labor de evangelización continuó vigorosamente luego de su partida, pese a las persecuciones y el rechazo por parte de las autoridades judías, que consideraban el mensaje cristiano como blasfemo para su fe. Y es aquí donde aparece un personaje que resulta central para la posterior difusión del Cristianismo y para su elaboración como una nueva doctrina, surgida de las mismas fuentes del Judaísmo, pero emancipada del mismo hacia una visión más amplia y universal, al punto de llegar a constituir una nueva forma de alianza con la Divinidad, un nuevo testamento.

Este personaje es Saulo de Tarso, personaje singular de toda la historia cristiana, como que gracias a él y a su incesante labor un mensaje que había empezado a difundirse principalmente entre las sinagogas y para las comunidades judías, observantes y practicantes estrictas de la Ley mosaica, alcanzó luego difusión y arraigo en una buena parte del mundo mediterráneo, hasta la en ese momento todopoderosa ciudad de Roma, que terminaría finalmente por ceder ante la fuerza arrolladora del nuevo mensaje evangélico.

Judío de nacimiento, pero también de ciudadanía romana, tenía un profundo conocimiento de las escrituras sagradas y del hebreo, el arameo y el griego, que fue la lengua que utilizó para predicar y escribir sus cartas. También, al ser oriundo de Tarso, una importante ciudad comercial en el camino de Siria y el este hacia Anatolia, conocía bastante bien la cultura y las maneras helenizadas de los pueblos de habla griega y latina que caían bajo la influencia de la Roma imperial en oriente, conocidos globalmente para los judíos con el nombre de gentiles o paganos, idólatras, no conocedores ni adherentes a la Alianza de Dios con el pueblo de Israel.

Saulo había sido un estricto y celoso observante de la Ley, por lo que al principio colaboró decididamente con las autoridades judías cuando estas consideraron el mensaje cristiano como una blasfemia y decretaron persecución y encarcelamiento contra aquellos que se adhirieran a él. Parece incluso que tuvo participación en los hechos que llevaron a la muerte del primer mártir Esteban, lapidado en Jerusalén por declarar su fe en Cristo. Luego de esto, Saulo pidió autorización y cartas al consejo judío de Jerusalén para partir hacia Damasco y continuar allí la labor requisitoria que adelantaba.

Fue en el camino hacia Damasco cuando Saulo experimentó su vivencia trascendental con Cristo, modelo de todas las vivencias cristianas, pues cuando estaba a punto de llegar algo como una luz lo golpeó y le hizo caer, mientras una voz desde el cielo le recriminaba: “¿Saulo, por qué me persigues?”. Todos los que lo acompañaban escuchaban la voz, pero no sabían de dónde venía. El asustado Saulo, que había quedado ciego por el impacto, preguntó: “¿Quién eres, Señor?”, a lo que la voz respondió: “Soy yo, Jesús, a quien tú persigues…”.

A partir de aquí, Saulo vivió una conversión trascendental de su ser (desde entonces se presentó por su nombre romano Pablo, Paulus, pequeño), lo que lo llevó a propagar el evangelio entre los gentiles con el mismo celo y obstinación con que lo había perseguido inicialmente, pero con una visión universal distinta, pues, para Pablo, la muerte de Cristo (el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo) marca el inicio de una nueva era en la humanidad, cuya salvación trasciende ahora la rígida y muerta observancia de Ley mosaica (sin desconocerla por ello) a un estado vivo de gracia y fidelidad en Cristo, abriéndose de este modo a todo aquel que quiera creer y aceptar a Jesús como salvador y mesías.

Hasta el final de su vida, Pablo continuó ejerciendo su ministerio de evangelización en el mundo mediterráneo y sus cartas, que ocupan casi la mitad del canon neo testamentario, constituyen una prueba palpable de la influencia y el peso que su pensamiento teológico alcanzó en las numerosas comunidades cristianas fundadas por él entre los gentiles. Recorrió un largo periplo que lo llevó, a lo largo de tres viajes descritos en los Hechos de los Apóstoles, por diversas comunidades desde Jerusalén hasta Siria, Antioquía y el Asia Menor, llegando incluso hasta Macedonia y Grecia. Finalmente, estando de regreso en Jerusalén, fue apresado por las autoridades del Judaísmo y juzgado, pero, debido a su ciudadanía romana, su caso debió ser llevado en múltiples etapas hasta la misma Roma, corazón del imperio, donde Pablo permaneció algunos años bajo custodia.

Mientras tanto, entre los años 54 a 68 d.C. el emperador Nerón alentó diversas persecuciones contra los cristianos, que empezaban a hacerse molestamente notorios dentro de su imperio. Pablo murió posiblemente durante este periodo, en fecha insegura, decapitado en la ciudad de Roma, lo que tuvo a la larga el efecto de afirmar alrededor de su figura de mártir a la creciente comunidad cristiana de la ciudad. Paradójicamente, su estancia en el corazón del imperio contribuyó de manera importante a la realización de lo afirmado en su momento por Jesús, acerca de que su mensaje evangélico sería llevado con el tiempo a todas las naciones de la tierra.