Para el tiempo de Jesús, el Judaísmo continuaba siendo el principal referente de la Revelación Divina y del Mensaje de salvación enviado por Dios al mundo. Eran los depositarios plenos de la tradición profética y de la alianza dada al patriarca Abraham, un pueblo de reyes y sacerdotes, escogido de Dios. Sin embargo, luego de los sucesos del destierro de Babilonia y del sometimiento del pueblo de Israel por diversas potencias extranjeras, el Judaísmo se había volcado paulatinamente a una devoción intransigente y cerrada, apegada sobre todo a la forma ritual y al culto del Templo, ministrado por sus sacerdotes y doctores de la Ley.

La dominación romana había exacerbado el malestar y la incomodidad entre los piadosos israelitas, inmiscuyéndose y decidiendo sobre su organización social y política, nombrándoles reyes y jerarcas títeres y ajenos a sus más antiguas tradiciones, imponiéndoles su lealtad al César emperador (muchas veces deificado) por sobre todas las cosas, militarizando la región cuando el descontento popular amenazaba con estallar en revueltas y motines. A comienzos del siglo I de nuestra era, las tensiones y la agitación iban en aumento: ante el ambiente enrarecido por ánimos de rebeldía los romanos habían decidido imponer un gobernador militar sobre la provincia de Judea.

Muchos veían la degradación de la situación como una señal del fin de los tiempos y se habían decantado, bien fuera por una opción espiritualista y de alejamiento del mundo, como los esenios, bien por una posición contestataria y combativa del estado de las cosas, como los zelotes y sicarios, mientras anhelaban en su corazón el cumplimiento de las muchas profecías que anunciaban la venida de un prometido mesías salvador, esto es, el ungido de Dios que habría de llevar a Israel nuevamente a la libertad y habría de restaurar la gloria de la Casa de David, imponiendo un reino de justicia y paz en la adoración del Dios Uno.

Por eso, resulta por lo menos algo notorio el que, en una de sus primeras apariciones públicas, Jesús fuera a la sinagoga para leer los textos sagrados y declarar luego que con él se daba cumplimiento a todas estas profecías. Sin embargo, también a lo largo de su prédica dejó claro que su reino no era de este mundo, para decepción de muchos que esperaban un rey mesías guerrero que se enfrentara a las potencias de la tierra y las humillara con la fuerza del Dios de los ejércitos. Su reinado no se vestía de pompa ni de boato, ni de oro ni esmeraldas, y no requería de complejos rituales ni de protocolos extraños que alejaran al rey de sus gobernados, puesto que se dirigía a todos por igual y acogía preferentemente a los pobres del mundo, a los excluidos, los desarraigados, los olvidados, “como el sol que alumbra sin distinción a ricos y pobres”. Jesús también introdujo la idea de la Divinidad como un padre bondadoso (el Padre, mi Padre), que acompaña a sus hijos (y con ello a toda la creación) a lo largo de una larga y amorosa pedagogía.

Con todo, su mensaje no dejaba de ser trastornador y subversivo, pues muchas de sus invectivas estaban dirigidas contra la hipocresía y la corrupción de los dignatarios de Israel, que eran capaces de vender su fe y su dignidad por unas cuantas monedas, o de torcer sus principios más fundamentales por aferrarse a mezquinos e insignificantes puestos de poder. Jesús predicó el retorno a una fe más pura y verdadera, practicada en comunidad y con sencillez, sin distingos de clase ni de sangre, impulsada por el genuino amor a Dios y al prójimo y por el sometimiento real a Su Ley.

Esto fue percibido como una amenaza por parte de las autoridades judías, que de este modo veían cuestionados sus aristocráticos privilegios de clase, por lo que urdieron la forma de deshacerse de aquel agitador tan molesto y peligroso, como ya había sucedido antes con otros. Jesús

advirtió a sus discípulos sobre la proximidad del fin de su misión profética en la tierra y les preparó para los tiempos por venir, encomendándoles la misión de ir y anunciar la buena nueva acerca de la venida del Reino de Dios. Los evangelios dicen que Jesús invistió a los apóstoles con poderes sobrenaturales para hacer milagros en su nombre y para llevar su prédica a las ovejas perdidas de la Casa de Israel.

Luego subió a Jerusalén, a adorar en el Templo por la fiesta de la Pascua judía. Cuando llegaba a la ciudad montado sobre un pollino (en cumplimiento de una antigua profecía), la multitud de sus seguidores salió a honrarlo cantando loas al rey mesías de Israel, mientras que sus enemigos veían la oportunidad de poner en marcha un plan para apresarlo. Durante toda esa semana, Jesús predicó en el Templo, mas los jefes de la conspiración se cuidaban de ponerse en evidencia respecto a él, porque temían la reacción de la masa si lo arrestaban para hacerle daño. Finalmente, uno de sus seguidores, el Iscariote, se presentó ante el consejo de notables judíos para arreglar la forma de delatarlo por treinta monedas de plata.

Antes de ser entregado a aquellos que pretendían su muerte, Jesús celebró con sus discípulos una última cena, acto que quedaría instituido desde entonces entre sus seguidores como el rito principal de comunión y conmemoración en Cristo, la eucaristía. Después de esto, mientras rezaba a altas horas de la noche en el huerto de Getsemaní, llegaron los conjurados junto con Judas, el que lo entregaba, quien le dio el famoso beso. Jesús fue tomado prisionero y llevado ante el consejo religioso de los judíos, el Sanedrín, donde fue acusado de blasfemia, por más que fue poco lo que pudieron probarle. Entonces lo enviaron al gobernador militar de la zona, Poncio Pilatos, bajo los cargos de sedición e incitación a la rebelión por proclamarse rey de los judíos, pero este lo encontró inocente tras un nuevo juicio, por lo que se negó a condenarlo.

Sin embargo, ante la presión del pueblo, que azuzado por los jefes clamaba por su muerte, el gobernador Pilatos se lavó las manos, un gesto simbólico para dar a entender que no mancharía sus manos con sangre inocente, y lo entregó a la chusma para que hicieran con él como deseaban. Jesús entonces fue vejado y torturado por la guardia romana, y luego llevado con un madero sobre sus espaldas al lugar de su suplicio, el monte Calvario o de la Calavera. Allí fue crucificado, junto con dos ladrones, y allí murió, el viernes previo al domingo de Pascua. Puesto que había dicho que resucitaría al tercer día, la tumba en la que fue depositado luego (una gruta) fue puesta al cuidado de centinelas romanos. Pero el día domingo muy temprano, cuando algunas mujeres discípulas fueron allá a llevar perfumes para embalsamar el cadáver, encontraron que el cuerpo ya no estaba: Jesús efectivamente había resucitado.