La sociedad alemana después de la Primera Guerra, deprimida y carente de esperanzas para el futuro, se convirtió en un caldo de cultivo para el surgimiento de formas tremendamente agresivas de nacionalismo, de base popular y social, que basaban el resurgimiento de la gran Alemania en la recuperación del antiguo espíritu germano y ario, y en la confrontación con sus seculares enemigos, hasta lograr la dominación total sobre todos ellos. Curiosamente, estas formas de nacionalismo no fueron exclusivas de la Alemania de posguerra, pues la Primera Guerra marcó una dislocación tan fuerte y drástica con los regímenes previos que casi todas las naciones europeas, incluidos los vencedores, hasta los Estados Unidos de América, vieron en su seno el surgimiento de ideologías fascistas de nacionalismo extremo, xenófobas y reaccionarias a ultranza.
Con el ascenso de Hitler y el Partido Nacional Socialista Alemán al poder (nazis), en 1933, la “cuestión judía” pasó a ocupar un papel central en la política alemana interna, puesto que el Führer, en su locura megalomaniaca, veía en los judíos un elemento peligrosamente disociador del orden ario, y los acusaba de acumular y retener las riquezas y el oro alemán de manera indiscriminada, sumiendo con esto al país en la extrema pobreza. Por eso, la cuestión de la “solución” a este “problema judío” pasaba tanto por la expulsión o el encierro de los mismos en guetos segregados, como por la expropiación de todos sus bienes. Con el avance y posterior agravamiento sucesivo de la guerra, la “cuestión judía” de Alemania pasó a conocer una “solución final”: el confinamiento perpetuo en campos de concentración a lo largo de toda Europa, tanto como el genocidio, el asesinato, masivo e industrializado, de millones de judíos, homosexuales, gitanos, disidentes políticos y de cualquier otra población que entrañara alguna forma de amenaza o desviación para el orden ario. Esto explica que países como Polonia, donde la comunidad judía constituía un elemento importante de la sociedad, sufrieran el peso del conflicto con mayor intensidad: Auschwitz, el mayor de los campos de concentración, una de las más grandes fábricas de la muerte de los nazis, quedaba en su territorio, entre muchos otros más, y Varsovia (y su gueto judío) fue quizá la ciudad más bombardeada en el transcurso de toda la guerra.
El final de la Segunda Guerra, y la revelación posterior de todos los horrores perpetrados por el racismo más extremo, la muerte industrializada, determinó en el pueblo judío un resurgimiento con mayor fuerza del proyecto sionista de retorno a la patria ancestral, alentado por la gestión de poderosos grupos de presión en Estados Unidos y en Europa. Sin embargo, habían pasado muchos siglos, y con ello muchos eventos históricos de fuerza, que habían cambiado drásticamente el carácter de la bíblica “tierra prometida” de Canaán (ahora Palestina). Por lo menos, dos eventos resultaban absolutamente determinantes: en el siglo I, el advenimiento y “economía” de Cristo en la tierra santa de Palestina confirmaban estas regiones como una suerte de “patria espiritual” igualmente para los cristianos, en la medida en que toda la zona fue el escenario que contempló los actos del Salvador, su caminar sobre la tierra y el drama de su misterio.
Por otra parte, durante el siglo VII de nuestra era, las nacientes fuerzas del Islam se apoderaron de la tierra santa de Palestina, reclamando entonces una preeminencia religiosa sobre Jerusalén, en la medida en que se asociaba también a la mística del Profeta Mahoma y a su viaje espiritual, razón por la cual el victorioso califa Omar mandó construir, sobre la explanada del Templo de Jerusalén, la tercera mezquita más importante del mundo musulmán, la llamada Cúpula de Roca o Mezquita de Omar.
De esta manera, cuando se proyectó la creación del estado de Israel en Palestina, los países deliberantes (la ONU) se encontraron con el dilema de que esta tierra ya se encontraba habitada, desde tiempo inmemorial, por elementos de ascendencia árabe, palestinos de raigambre islámica, además de que la “tierra santa” constituía, igualmente, un poderoso e insoslayable imaginario para la totalidad del mundo cristiano. Por dichas razones, en su intento de encontrar un punto de equilibrio entre todos los intereses en pugna, la ONU propuso como solución una partición del territorio entre los dos pueblos, palestinos e israelíes, y declarar a Jerusalén como ciudad internacional, acogedora por igual de las tres religiones del tronco abrahámico.
Sin embargo, una vez lograda la proclamación del moderno estado de Israel (cuyos habitantes actuales llevan el gentilicio de israelíes, por diferenciación de los antiguos israelitas bíblicos), en el año de 1948, en medio de múltiples naciones árabes (Egipto, Líbano, Siria, Jordania, Arabia) que no miraban con buenos ojos dicha intrusión europea en sus territorios, la nación judía tuvo que luchar nuevamente por su supervivencia dentro de su tierra prometida. Así, en diferentes guerras y confrontaciones posteriores, se hizo con el control de diversas regiones no contempladas dentro de la partición inicial (los altos del Golán, el Sinaí y la franja de Gaza, la Cisjordania y partes de la Transjordania), empujando a su vez al pueblo palestino a zonas de confinamiento cada vez más reducidas. Últimamente, el estado de Israel se define como una nación laica y democrática, aunque en su política y en su diplomacia, tanto a nivel interno como externo, siguen jugando un papel muy importante, aunque no definitivo, los elementos más fundamentalistas de su religión, como que son los judíos de las corrientes más ortodoxas los que hacen parte de los proyectos de nuevos asentamientos y colonias, en zonas que no les pertenecen, excepto por justificación bíblica. También, recientemente, y desconociendo las disposiciones iniciales estipuladas por la ONU, el estado de Israel declaró a Jerusalén como su capital única e indivisible, avivando con ello rencillas y recelos, ya no solo entre las otras naciones afectadas por esta decisión, sino incluso entre sus mismos ciudadanos, que ven en ello más intereses geopolíticos que verdadera convicción, motivo de futuros conflictos indeseables.
Así persiste el pueblo de Israel hasta hoy en día, intacta su fe y sus esperanzas en las promesas de Yahvé, en los corazones de los más devotos, habitando actualmente su tierra prometida junto a los demás pueblos de la región, todavía enfrentado a retos y pruebas como pueblo de D-os, aunque el moderno estado de Israel se separe, política e ideológicamente, al menos de nombre, de tales perspectivas, y se concentre, más bien, en encontrar su legitimidad como nación, entre las demás naciones de la tierra.