La palabra fabular significa construir una historia fantástica, generalmente con elementos inverosímiles, de ahí que un relato se considere una fábula si incorpora particularmente dichos elementos, como animales que hablan, o intervenciones sobrenaturales de fuerzas inconcebibles, como cuando se muestra a la Madre Naturaleza como un personaje humano, o se describen fenómenos naturales como son el invierno, la lluvia o el granizo como si estuvieran dotados de conciencia y pudieran conversar entre sí o con interlocutores humanos.
Sin embargo, no toda fantasía es necesariamente una fábula, pues desde sus inicios se consideró que se construían estas historias fabuladas con un fin específico, como es el de hacer reflexionar a quienes entran en contacto con ellas acerca de virtudes y vicios más específicamente humanos, para sacar una enseñanza a partir de allí. Una imagen clara de esto es cuando se figura, por ejemplo, un personaje llevado de la gula y el desenfreno y se lo representa como un cerdo con características humanizadas, vestido con ropajes y capaz de hablar y sentarse a la mesa para comer, como si fuera un humano cualquiera. Es posible que esta imagen tenga más fuerza y transmita más ideas perdurables que un sermón moral acerca de las inconveniencias y las desagradables consecuencias que el pecado de la glotonería trae para quien se da a él. Así pues, las fábulas comportan en general un tipo de reflexión final sobre la naturaleza humana a la que se la denomina moraleja, la cual puede declararse explícitamente al final del relato o dejarse implícita en la fábula misma.
El género literario de la fábula es muy antiguo y ya era cultivado en la antigua Mesopotamia, hace quizá unos cuatro mil años. En sus orígenes estaba posiblemente asociado a la labor de esclavos pedagogos a los que se les encargaba la educación de los hijos de sus amos. Estas primeras historias revelan la idea pagana de que el hombre está sometido a un destino regido por fuerzas superiores y desconocidas contra las que no es aconsejable luchar. Luego, con el ascenso del Cristianismo, la orientación de las fábulas cambió en el sentido de apuntar a la idea de que el hombre era libre de cambiar su naturaleza mediante un juicio moral y a partir de allí la moraleja de la fábula empieza a hacerse más explícita
De aquella época se recuerdan principalmente las fábulas de Esopo (La liebre y la tortuga, La cigarra y la hormiga, El cuervo y la zorra, El escorpión y la rana, El león y el ratón entre muchas más), quien vivió en la Antigua Grecia, posiblemente hacia el siglo VII a.C., y cuya obra fue conocida ya por Sócrates y Platón. Esopo había sido esclavizado en su juventud, pero según la tradición alcanzó la libertad gracias a la popularidad de sus obras.
Mejor conocido es Fedro, que vivió durante la época imperial de Roma durante el siglo I d.C., de cuya obra se conservan unas cien fábulas, algunas de ellas reelaboraciones en verso latino de las fábulas griegas de Esopo, y quien recibió la libertad de su condición de esclavo por disposición del mismo Augusto, emperador de Roma.
Durante la Edad Media empezaron a circular igualmente fábulas de origen hindú y persa (Panchatantra, Calila e Dimna), las cuales alcanzaron gran difusión, canalizadas por traducciones musulmanas y judías, e incluso se recuerda el nombre de una fabulista, María de Francia, escritora, traductora y poetisa del siglo XII, quien adaptó al francés las fábulas de Esopo y otros relatos de la cultura oral popular de la época.
Pero fue durante los tiempos del Renacimiento y posteriores en Europa que surgieron nuevos fabulistas de renombre, entre los que se recuerda principalmente a Jean de la Fontaine, francés del siglo XVII, y a los grandes escritores cortesanos españoles del siglo XVIII, Tomás de Iriarte y Félix María Samaniego, recordados por mantener entre sí una disputa acerca de ser los introductores del género en España.
A pesar de que las fábulas experimentaron una especie de declive durante el siglo XX, en favor de otros tipos de relatos fantásticos como la ciencia ficción, y solo ahora parece empezar a existir una nueva revaloración del género, durante el siglo XIX la fábula se popularizó extensamente y fue cultivada por gran cantidad de escritores en todo el mundo. Especialmente en Colombia recordamos el nombre de Rafael Pombo, un destacado intelectual capitalino que escribió una extensa obra de fábulas en verso, algunas de ellas tan memorables como El gato bandido o El renacuajo paseador.
Se puede intentar el ejercicio de escribir una fábula partiendo de situaciones fantásticas, para contar una historia breve donde los animales y hasta las plantas actúan con conciencia y hablan acerca de algún problema común o situación compleja que pueda estar aquejando a la comunidad, con el objeto de hacer surgir una reflexión final acerca de la situación y las posibles alternativas que surgen a partir de esta.
Actualmente, con los recursos de la internet, la lectura de las fábulas se facilita, pues se les reconoce principalmente su función pedagógica, y es posible encontrarlas incluso animadas en pequeñas historias muy entretenidas.