Debido al carácter general del espíritu religioso griego, que impregnaba en buena medida todas las manifestaciones vitales de su existencia, la visión mágico-religiosa del mundo hacía parte de todos los actos, tanto como de sus concepciones del mundo. Así, la creación en general era concebida a la luz de una división en tres secciones bien definidas, cielo, tierra e inframundo, cada una de las cuales con sus características y sus atributos particulares.

El cielo era el lugar de dominio de los dioses y de los héroes divinizados, que habitaban un reino de infinita dicha y bienaventuranza similar en alguna medida a una corte humana donde el rey supremo era Zeus, padre y señor de todos los dioses. En otro aspecto, estaba compuesto por una serie de esferas o bóvedas concéntricas donde actuaban los planetas, las estrellas y las constelaciones, muchas de ellas surgidas a través de la transformación de seres terrenales en figuras celestiales en un proceso conocido como catasterismo, es decir, transformación en astro.

Luego estaba la tierra, el hogar tanto de los hombres como de muchas otras criaturas míticas y semidivinas, circundada en su totalidad por una corriente de agua que constituía el Océano. En tanto lugar intermedio entre el cielo y el inframundo, la tierra constituía el escenario de acción de los hombres y sus vicisitudes, pero también un punto de encuentro de ambos extremos, y por eso podían hallarse numerosos lugares sagrados y mágicos que conectaban con los planos celestiales, así como aberturas y ríos que se adentraban dentro de las profundidades de la tierra y que conducían también a los planos del inframundo. Entre los primeros pueden nombrarse el Jardín de las Hespérides y las Islas Afortunadas, lugares de eterna bienaventuranza ubicados en los confines del mundo, así como el país de los semidivinos hiperbóreos, donde Apolo

pasaba el invierno antes de reaparecer nuevamente rejuvenecido como el dios sol, o la bucólica Arcadia, además de los muchos santuarios, oráculos y lugares consagrados que se encontraban igualmente dispersos por toda Grecia y en otros países, como Egipto. Entre los segundos, muchas bocas volcánicas eran consideradas puertas de entrada al Hades, y también eran bien conocidos los ríos que, aunque discurrían por la tierra, se suponía que hacían igualmente parte del inframundo. Los cinco ríos inferiores eran el Aqueronte o doloroso, que discurría por el norte de Grecia, en Epiro; el Estigio u odioso, que nacía en Arcadia y desembocaba en el Hades; el Cocito o río del llanto y las lamentaciones, el Flegetonte, un río de fuego, y el Leteo o río del olvido, que discurrían todos tres en la frontera del inframundo y hacían de barrera con los mundos superiores.

Por último, el Hades tenía también su propia geografía, donde se identificaba principalmente la Llanura de Asfódelos, lugar de las almas para deambular eternamente, y el Tártaro, el más profundo abismo para los que habían sido execrados por hombres y dioses y donde también se escondían los más horrendos terrores y monstruos del mundo mágico de los griegos. Una tradición afirma que los Campos Elíseos constituían también un lugar aparte del Hades, adonde iban a parar las almas buenas y bendecidas, pero en otras fuentes suelen ser identificados con las Islas Afortunadas.

De la misma manera, su mundo natural y mítico aparecía poblado por una gran cantidad de seres mágicos y semidivinos, que presidían en todos los lugares: las montañas, los bosques, mares y ríos eran el dominio de deidades menores y de ninfas, náyades y nereidas, y constituían el lugar de habitación de otros seres igualmente mágicos, como los centauros, sátiros, cíclopes y sirenas que poblaban la imaginación popular, sin hablar de todo tipo de monstruos, seres míticos, hechiceros y magas.

Incluso el mismo tiempo se consideraba de la misma manera, y ya Hesíodo en el siglo VIII antes de Cristo explicaba que la humanidad había pasado por cuatro eras previas antes de esta quinta: una primera de oro, donde los hombres vivían como dioses y no debían trabajar ni conocían la muerte; esta raza de hombres desapareció y se convirtieron en daimones, custodios de los hombres y el funcionamiento de la naturaleza. A ellos siguió una segunda era de hombres de plata, orgullosos y soberbios, que no rendían culto a los dioses y vivían en medio de la violencia, por lo cual irritaron a Zeus, quien los exterminó con su rayo para dar paso a una tercera raza de hombres de bronce, terribles hombres aún más violentos y belicosos, que no se interesaban en nada más que en la guerra, y que murieron todos en el olvido. Luego vino la era de los grandes héroes y paladines griegos, quienes murieron casi todos en las guerras de Troya y Tebas, mientras que los pocos que sobrevivieron fueron llevados por Zeus a las Islas de la Bienaventurados. Por último llegó la era de los hombres de hierro, la era que abarca toda nuestra historia y que también será destruida en el momento en que le llegue la decadencia, cuando los hombres ya no tengan ningún sentido de respeto y solo los bandidos y los violentos gocen de reconocimiento en el mundo, cuando las deidades de la Vergüenza y de la Venganza abandonen a los hombres a su suerte.