El ascenso de Octavio Augusto al poder marcó un cambio frente a las antiguas estructuras e instituciones romanas. Aunque era muy consciente del rechazo que la figura de la monarquía causaba en la sociedad, y por ello se cuidó muy bien de ultrajar al Senado o de despojarlo de sus prebendas y dignidades, también, frente a la realidad propia de su tiempo, donde Roma imperaba ya sobre la inmensa mayoría de los pueblos de la cuenca del Mediterráneo, Octavio supo articular una nueva estructura de poder basada en el reconocimiento que las legiones hacían de su persona, bajo el símbolo de los pretorianos, esto es, su guardia personal, que llegaría con el tiempo a ser determinante en los juegos de poder que se tejerían alrededor del Principado.

Por el momento, Augusto supo gobernar con tino y firmeza, al punto de que el Senado declaró bajo su reinado la ausencia de conflictos, en la medida en que todos (!) los territorios bajo su dominio se hallaban pacificados, lo que dio en llamarse Pax Augusta, un periodo que los romanos posteriores recordarían como de máximo esplendor y libertad. Como símbolo de ello, la puerta del templo de Jano fue cerrada, por primera vez en mucho tiempo, en señal de que el imperio vivía en paz, y le fue dedicado a Augusto un Altar de la Paz, o Ara Pacis. Y aunque la figura pareció funcionar muy bien durante su largo reinado de casi 42 años, ya para el momento de la sucesión empezaron a perfilarse las primeras dudas acerca de una sucesión pacífica o mediada por las armas y la ambición. La familia Julio-Claudia, a la cual pertenecían tanto Julio César como Octavio Augusto, se arrogó el privilegio de suministrar los sucesores al trono imperial, por lo que Tiberio, hijo adoptivo de Augusto, fue aclamado nuevo emperador a la muerte de este, conformando con ello la primera sucesión dinástica al trono imperial de Roma.

Los primeros años del gobierno de Tiberio se desarrollaron sin mayores sobresaltos, pero luego, tras una serie de disgustos con sus posibles herederos y el descubrimiento de conjuras para derrocarle (o asesinarle), Tiberio cayó en un estado paranoico que sumió a su gobierno en un estado de permanente terror. Sus últimos años los pasó recluido en su villa personal, dejando que la burocracia imperial asumiera el mando, sin tomar disposiciones sobre su sucesión. Se cuentan terribles actos de depravación por parte del emperador en sus últimos días, que dan cuenta de un hombre cruel y sombrío, odiado posiblemente por la mayor parte de su pueblo. Finalmente, en una de sus últimas disposiciones testamentarias, dejó el mando conjunto a sus dos sucesores, Calígula y Gemelo, lo que dejó la puerta abierta a los peores temores sobre la figura imperial. A la muerte de Tiberio, Calígula asumió plenos poderes, luego de hacer asesinar a su co emperador.

A partir de allí se hicieron evidentes las dificultades inherentes a la figura del príncipe: Calígula pareció enloquecer en algún momento de su reinado, y desde entonces se cometieron los peores actos de depravación, asesinato y corrupción en el gobierno, al punto de que, según se cuenta, el emperador llegara a nombrar senador a su caballo Incitatus. Calígula pereció asesinado por hombres de su propia guardia, puesto que ni siquiera ellos se sentían seguros, pero la institución imperial quedó seriamente dañada. Sus sucesores no resultaron mejores, y la historia recuerda con desagrado los nombres de emperadores que se hicieron tristemente célebres por su crueldad y locura, como Nerón, él último de los emperadores de la dinastía Julio-Claudia, de quien se dice que incendió Roma y que se suicidó ante el temor de ser asesinado por sus propios hombres, o Vespasiano, que mantuvo su reinado mediante el terror, del cual fue un digno sucesor su hijo Diocleciano

, recordado por sus crueles persecuciones contra los cristianos y otros grupos minoritarios e indefensos dentro de su imperio.

Así finalizó el primer siglo de nuestra era, entre alternancias de poder que enfrentaban distintas facciones ambiciosas, entre el horror y la admiración, y que vio el desfile de los primeros doce césares que, como fórmula de recuerdo, responden a la cita CEAUTICA CLAUNEGALO VIVESTIDO: César, Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio, Nerón, de la dinastía Julio-Claudia, Galba, Otón, Vitelio y Vespasiano, que se sucedieron todos en un único año, Tito y Domiciano, hijos de Vespasiano, y que conforman con él la llamada dinastía Flavia, a quien se debe la construcción del que es quizá el más icónico de los edificios de la época, el Anfiteatro Flaviano, que sobrevive hasta nuestros días en ruinas, y que es reconocido actualmente con el nombre de Coliseo Romano.

En el siglo segundo, a fin de evitar el caos, se ensayó una nueva fórmula de sucesión que pareció en principio muy efectiva: la de adoptar como heredero a aquel que, más allá de sus lazos de parentesco, se destacara por sus dotes de mando y su capacidad de buen juicio. Así, se recuerda este como el Siglo de Oro (Seculum Aureum) del imperio, en el que desfilan nombres tan importantes como los de Trajano, Adriano y Marco Aurelio, conocido este último como El Emperador Filósofo. Pero sería precisamente este último emperador el que abriría la brecha del desastre cuando, ignorando la fórmula de sucesión ya nombrada, designó a su hijo Cómodo para que heredara el trono. Cómodo cerró el siglo entre nuevos excesos y crueldades, que recordaban las peores épocas de Calígula, Nerón o Domiciano, y terminó siendo asesinado por sus propios hombres, en el año 196 d.C., dando paso con esto nuevamente a la guerra civil y a la lucha por el poder. Luego del tránsito de cinco emperadores en un mismo año, subió al trono Septimio Severo, quien inauguraría una nueva dinastía, la de los Severos, de carácter monárquico y militar.

El final de esta dinastía, tras el asesinato de Alejandro Severo, el último de sus representantes, en el año 235 d.C., llevó al imperio a una profunda crisis de anarquía que duró varios años, donde se sucedieron una multitud de emperadores, nombrados y derrocados por sus propias legiones, hasta la llegada de Diocleciano, en el año 284 d.C., quien, una vez en el poder, cambió radicalmente la institución del Principado: dividió el imperio en zonas de influencia, y lo gobernó mediante la institución de la Tetrarquía, donde dos emperadores Augustos gobernaban en compañía de dos Césares, sus respectivos sucesores. Por último, modificó la figura del príncipe al nombrarse a sí mismo dominus, es decir, señor y amo absoluto, no solo ya del ejército sino de todas las instituciones imperiales. Nacía con esto una nueva institución: el Dominado.