Roma llegó a constituir el más extenso y poderoso de los imperios de la Antigüedad, al menos en lo que al mundo occidental se refiere. Como tal, gozó de una posición privilegiada para observar el mundo a su alrededor, darle la forma que deseaba y dejar constancia de ello en múltiples obras, lingüísticas, arquitectónicas, literarias, culturales, sociales, políticas, etc. Los historiadores que se afanaron por dejar registro de la impronta romana en el mundo antiguo constituyeron legión, y se podría llegar a pensar que, dada la abundancia de testimonios, es mucho más clara la imagen que nos queda de la Antigua Roma que lo que se puede conocer de otras culturas antiguas, como Grecia, Persia y Cartago.

Hasta cierto punto esto es cierto: quedan todavía las ruinas de los grandes palacios y templos; las carreteras construidas por ellos aún permanecen, y algunas de ellas todavía están en uso; nuestras lenguas romances son directas herederas del latín, la lengua de los antiguos romanos; nuestras estructuras políticas y judiciales están fundamentadas en gran medida en los códigos y las leyes desarrolladas por ellos, además de que los estudios sobre el mundo romano antiguo han llenado bibliotecas, casi desde el momento mismo en que el imperio romano tomó forma, hasta nuestros días.

Pero, por otra parte, el mundo antiguo es también, hasta cierto punto, un mundo perdido: nuestras estructuras de pensamiento y nuestra tecnología han experimentado drásticos cambios y evoluciones en los últimos dos mil años, y de manera más acusada aun en los últimos dos o tres siglos, de manera que nos es casi imposible penetrar con plena claridad en los modos de pensamiento de los antiguos, por más rastros y registros que queden, y solo podemos observar dichos fenómenos a la luz de nuestra manera actual de entender el mundo, con sus avances y sus propias limitaciones.

Además, como suele ocurrir con casi todas las civilizaciones, los orígenes de Roma se funden en la leyenda, máxime cuando, en su larga historia, aparece un suceso determinante que marca un antes y un después en la relación de sus acontecimientos: en el año 390 a.C. una tribu de galos atacó a los romanos y los venció (batalla de Alia), procediendo luego a saquear e incendiar la ciudad, con lo que se perdieron todos los registros escritos de los tiempos pretéritos. Si se tiene en cuenta que la tradición suele fijar la fundación de Roma en el año 753 a.C. es fácil ver, pues, cuánto se perdió en este incendio, y cómo la historia anterior a este hecho queda sumida en la leyenda y la suposición.

Aun así, diversos historiadores de la época hicieron su esfuerzo por reconstruir la memoria perdida, y de esa manera nos quedó la historia de la época antigua de Roma, cuando siete reyes gobernaron sus destinos y fueron dando forma a aquella gran nación que llegaría a ser, con el tiempo, dueña y señora del mundo conocido (con algunas exageraciones).

Cuenta la tradición que la ciudad de Roma fue fundada por unos hermanos gemelos, Rómulo y Remo, que, desposeídos y arrancados a su verdadera madre para ser abandonados a la orilla del río Tíber, fueron hallados por una loba que los amamantó y cuidó hasta que pudieron ser rescatados por un humilde pastor y su esposa. Con el tiempo, crecidos ya los gemelos, se enteraron de su origen y de su destino, y decidieron armarse con unos cuantos seguidores para reclamar sus derechos. Consiguieron del rey de Alba Longa que se les fuera concedido el derecho de fundar una ciudad, y decidieron fundarla justo en el lugar pantanoso y rodeado de colinas donde habían sido encontrados por la loba.

Sin embargo, los hermanos riñeron acerca de la ubicación exacta del lugar para la fundación, y en la pelea que siguió Rómulo terminó dando muerte a su hermano, exclamando luego: “Sea esta la suerte deparada para todo aquel que ose irrespetar a la ciudad”. Después convocó a cuantos vagabundos, prófugos y forajidos se encontraban en los alrededores, declarando a su ciudad asilo para todos ellos. Sobre esta primera población Rómulo se erigió como primer rey, creo un Senado compuesto de 100 patres o padres fundadores, cuyos descendientes serían los futuros patricios, y dividió la población en tres tribus (Ramnes, Titienses y Lúceres) de 10 curias, o subdivisiones, cada una. Luego, al percatarse de que faltaban mujeres para asegurar la continuidad de la ciudad, convocó a unas celebraciones, adonde acudieron las tribus cercanas, especialmente la de los sabinos, y con una astuta maniobra raptó a todas las sabinas para hacerlas esposas de los primeros romanos. La inevitable guerra entre sabinos y romanos se cerró cuando las mismas mujeres sabinas se interpusieron entre ambos bandos, para impedir que tanto sus padres como sus esposos se mataran entre sí.

A Rómulo siguieron otros seis reyes (Numa, Tulio, Anco, Prisco, Servio y Tarquinio), según la tradición, unos romanos, otros extranjeros (sabinos y etruscos), unos guerreros y preocupados por la expansión de Roma, otros pacíficos y empeñados en la organización interna de la ciudad. Sin embargo, el último de ellos, Lucio Tarquinio, llamado el Soberbio, de origen etrusco, subió al poder tras asesinar a su predecesor, Servio Tulio, y ejerció un gobierno despótico y parcializado, aunque expansivo y civilizador. Pero el malestar hacia el rey alcanzó un punto de rompimiento cuando su mismo hijo, Sexto Tarquinio, trató de violentar a una dama patricia (o lo logró) y esta, para evitar el deshonor, se suicidó luego de exponer a su violador. Inmediatamente se formó una conjura entre algunos de los hombres más notables de la ciudad (el esposo de la afrentada y algunos cercanos), que se comprometieron a expulsar a la monarquía para evitar así que nadie más intentara ser rey en la ciudad, declarando incluso la pena de muerte para aquel que abrigara dicha intención.

Con esta conjura se puso fin a la monarquía romana, en el año 509 a.C., siempre según la tradición, y la ciudad pasó a ser gobernada por dos cónsules anuales, que ejercían autoridad ejecutiva, pero que debían dar cuenta de sus actos al Senado romano. Nacía así la República, una de las más notables instituciones creadas por los romanos para la posteridad.