El Cristianismo es, con mucho, la mayor de las religiones mundiales, pues casi un tercio de la población mundial se reconoce como perteneciente a alguna de sus múltiples denominaciones y hace presencia mayoritaria en tres continentes (Europa, América y Oceanía). Solo se le equiparan en alguna medida, en cuanto a cantidad de conversos se refiere, el Islam (la segunda más difundida del planeta; una de las religiones que más crece recientemente), el Hinduismo (mayoritario, como cabe esperar, en la India), el Animismo chino y el Budismo. Estas cinco religiones abarcan posiblemente las tres cuartas partes actuales de nuestra humanidad (somos unos siete mil millones de personas), mientras que aproximadamente una décima parte se declaran irreligiosos o abiertamente ateos. Ante estas cifras, no cabe duda de que las religiones constituyen, como mínimo, un factor de peso en la configuración de múltiples identidades culturales en toda la extensión del planeta. Para muchos de sus practicantes, por supuesto, significan mucho más que eso.
En particular, el Cristianismo ha dado tenido una influencia decisiva en la construcción ideológica del mundo moderno occidentalizado, desde múltiples vertientes (piénsese solamente en nuestra manera de contar y concebir el tiempo), sobre todo en relación al hecho de que una buena parte de su historia ha estado ligada a la del nacimiento de las naciones del continente europeo y a su posterior desarrollo como potencias coloniales de alcance mundial.
Así, el Cristianismo inicia “oficialmente” con la venida de Jesús de Nazaret al mundo (su concepción y nacimiento milagroso de una virgen adolescente tras serle anunciado por el ángel Gabriel, el año 1 de la era cristiana), aproximadamente en el año 28 del principado del emperador Augusto en Roma, en la tierra santa de Palestina, en Belén de Judá, el pequeño poblado donde había nacido, casi mil años antes, el rey David. Este aspecto milagroso de su venida constituye un precedente de su misión profética posterior, caracterizada por la realización de multitud de milagros, públicos y privados, como prueba validadora de su vocación. Todo lo que se conoce de la vida y los hechos de Jesús en la tierra está relatado en los Evangelios, que si bien llegaron a ser quizá más de una centena en los primeros tiempos del Cristianismo, fueron fijados y reducidos a cuatro evangelios canónicos desde mediados del siglo II después de Cristo.
De aquellos evangelios rechazados en su momento persistieron algunas tradiciones acerca de la infancia de Jesús, recogidas también por el Islam, que ratifican su carácter milagroso, como que habló de pequeño en la cuna, o que dio vida a unas palomas de arcilla que había moldeado con sus manos. Sin embargo, es poco lo que se conoce de su infancia y juventud, debido a que inició su vida pública solo hasta los treinta años, y casi todo lo referente a la época anterior se encuentra relatado en el evangelio sinóptico de Lucas, en tanto que permanecen muchas lagunas de este tiempo, que han dado pie a numerosas hipótesis de difícil prueba.
Pero quizá uno de los sucesos más notorios de aquellos primeros años de su juventud, relatado en el capítulo 2 del evangelio de Lucas, es la de su estancia en el Templo de Jerusalén, a los doce años, mientras sus padres retornaban a Nazaret, confiados cada uno en que era el otro el que lo llevaba. Cuando los asustados padres se percataron del error y retornaron a Jerusalén, tres días después, encontraron al niño entre los maestros teólogos y los grandes rabinos del Templo, dilucidando con ellos profundas cuestiones de la Ley y los Profetas, los libros sagrados del Judaísmo, en un momento casi mágico donde los maestros y los rabinos se asombraban de su conocimiento y de su sabiduría. Ante el reclamo de sus padres, que se hallaban angustiados por su pérdida, Jesús les respondió que le era necesario estar en la Casa y en las cosas de su Padre, lo que ellos no entendieron.
Siguen luego unos años oscuros de su biografía, donde se ha propuesto que realizó las más diversas actividades, desde el sencillo oficio de carpintero de su familia, hasta entrar en contacto con las sectas místicas y esotéricas de su época, como los esenios y los terapeutas; desde viajes iniciáticos a la India, la China o incluso América, hasta conseguir una pareja y casarse, y muchas más. Todas estas ideas parten, por supuesto, de suposiciones e indicios más bien débiles y a lo largo del tiempo han sido rechazadas por los estamentos más ortodoxos, que se quedan preferentemente con la idea de Jesús viviendo una sencilla y austera de carpintero en su pequeña Nazaret, antes de que cumpliera los treinta años y antes de que, ante el advenimiento de la prédica y la vocación precursora de Juan el Bautista, Jesús empezara su vida pública y su misión profética, la anunciación de su evangelio, la buena nueva que habría de llegar con el tiempo a todos los rincones del mundo.