La dinastía Ming se caracterizó inicialmente por ser un tiempo de esplendor y crecimiento, con grandes logros en materia de construcciones monumentales y estabilidad social y política, que alcanzaron su punto más álgido bajo el mandato del emperador Yongle (entre 1402 y 1424), el tercero de sus gobernantes. A partir de él, el imperio entró en un lento y gradual proceso de decadencia que se fue agudizando con los monarcas posteriores, algunos de ellos francamente incompetentes, hasta la caída final de la dinastía en 1644, cuando subieron al poder los Qing, la última de las dinastías imperiales de China.

Ya para mediados del siglo XV empezaron a evidenciarse las primeras dificultades en el gobierno cuando los mongoles capturaron al emperador Zhengtong en 1449, luego de la batalla de la fortaleza de Tumu, en la frontera noroccidental del imperio. Esto desató la llamada crisis de Tumu, pues los mongoles quisieron devolver al emperador a cambio de un cuantioso rescate y diversas concesiones, pero sus planes se vieron frustrados cuando el hermano de Zhentong, Zhu Qiyu, tomó el poder y se proclamó emperador con el nombre de Jingtai, repeliendo a los invasores. Ante la inutilidad de mantener a Zhengtong más tiempo en cautiverio, los mogoles decidieron liberarlo, pero su hermano lo recluyó luego bajo arresto domiciliario y continuó gobernando hasta que murió en 1457, año en que Zhengtong retornó al poder y asumió un segundo periodo de gobierno con el nombre de emperador Tianshun.

Poco después, en 1461, Tianshun debió hacer frente a un intento de golpe de estado capitaneado por algunos generales que temían ser víctimas de las purgas llevadas a cabo en contra de aquellos que habían apoyado la anterior toma del poder por Jingtai. La rebelión fue finalmente sofocada, y sus cabecillas fueron apresados o muertos, lo que permitió a Tianshun mantenerse en el poder por tres años más, cuando el poder pasó a manos de su hijo y sucesor, Chenghua. Ante la amenaza latente de disidencias remanentes y de nuevas incursiones por parte de los mongoles, el nuevo emperador prefirió enfilar las fuerzas de su imperio hacia una estrategia más orientada a la defensa y ordenó iniciar trabajos de fortificación de la Gran Muralla con nuevas obras de ladrillo y piedra para reforzar las viejas paredes de tierra apisonada de las anteriores dinastías, siendo estas construcciones las que han sobrevivido hasta nuestros días.

A partir del siglo XVI se iniciaron los primeros contactos para establecer un comercio global marítimo con las potencias europeas, particularmente con los portugueses, españoles, holandeses e ingleses, que contribuyó a elevar de manera notoria las riquezas de la corte, intercambiando sobre todo porcelanas y seda por metales preciosos, sobre todo plata, que llegó a convertirse en la moneda común de intercambio en el imperio tras la reforma impositiva de 1580.

Sin embargo, durante el largo reinado del emperador Wanli (entre 1572 y 1620) la economía del imperio se vio agotada, pues debió hacer frente a las invasiones japonesas de Corea en la década final del siglo XVI, al mando del general Toyotomi Hideyoshi, unificador del Japón. Además, el emperador fue retirándose cada vez más de los asuntos del gobierno, dejando el mando en manos de sus eunucos, lo que alimentó la corrupción y un nefasto nepotismo dentro de la corte.

Para las últimas décadas de la dinastía, a la grave crisis económica dentro del imperio se sumaron varias inundaciones y desastres naturales, aunado a un periodo de malas cosechas debido a un inusual mal clima durante este periodo, todo lo cual fue causa de hambrunas, pérdida de la población e inestabilidad social. Aún más grave fue la gran epidemia de 1641, que se extendió por los centros urbanos más poblados a lo largo del Gran Canal, matando una gran parte de la población al cabo de un año y contribuyendo a agravar la crisis social de finales del imperio.

Desde 1640 se multiplicaron las revueltas de campesinos pobres y hambrientos que demandaban una mejora en sus condiciones de vida, mientras la población en general se convencía cada vez más de que los Ming habían perdido el mandato del Cielo y por tanto ya no eran aptos para gobernar a China. En 1644 fue tomada Pekín por un grupo de rebeldes comandados por Li Zicheng y en su desesperación el último emperador Ming obligó a la familia imperial a suicidarse, colgándose él luego de un árbol en la Ciudad Prohibida, con lo que llegó a su fin la dinastía.

Li Zicheng se proclamó entonces rey y fundó la efímera dinastía Shun, que cayó pronto luego de que el general Wu Sangui, leal al gobierno Ming, se aliara con una fuerza de manchúes comandada por el príncipe Dorgon y les permitiera el paso de la Gran Muralla para enfrentar a Li y apoderarse de la capital. Li Zicheng optó por huir y fue asesinado al año siguiente. Las fuerzas del príncipe Dorgon prosiguieron después con la conquista de los territorios que habían estado bajo la autoridad de los Ming, y en octubre de 1644 se proclamaba en Pekín el nuevo imperio de la dinastía manchú de los Qing sobre toda China.