La dinastía de los Omeyas imperó poco menos de un siglo sobre un enorme territorio que abarcó en su momento desde España hasta el centro del Asia, y aunque debieron enfrentar constante oposición y disensiones al interior de su estructura de gobierno, se esforzaron por organizar administrativamente el imperio y por mantener la cohesión y la estabilidad de su comunidad, a la par de que mantuvieron una política expansiva que los llevó a ampliar las zonas de influencia islámica establecidas por los anteriores Califas ortodoxos. Fue durante los Omeyas que se realizaron las últimas grandes campañas del Islam: por el oriente se terminó la conquista de la meseta del Irán, alcanzando las regiones del centro del Asia, la Transoxiana, más allá del rio Amu Darya (llamado Oxus en tiempos antiguos), Afganistán, Pakistán y el norte de India, hasta la frontera con China; por el occidente llegaron a abarcar todo el norte de África con la conquista del Magreb (la zona del poniente norte africano, los actuales Túnez, Argelia y Marruecos), y sus avanzadas penetraron hasta el corazón del Sahara, con la islamización de las tribus bereberes y beduinos del desierto, y hasta la península ibérica, cuando, en 711 d.C., Tarik cruzó el paso que desde entonces llevaría su nombre (Jabr al-Tarik, paso de Gibraltar), dando inicio así a un periodo de ocho siglos de dominación musulmana en España.

Como cabezas de este enorme y relativamente nuevo imperio, los Califas Omeyas se preocuparon sobre todo por los aspectos organizativos de su gobierno (que incluía a árabes y no árabes, musulmanes, recién conversos o de vieja data, o practicantes de otras religiones reconocidas, bajo el estatuto de dimmíes (protegidos), mientras que los aspectos doctrinales y religiosos quedaban en un plano relegado, lo que alimentaba el antagonismo por parte de sus opositores, quienes los acusaban de impiedad y de materialismo. Entre estos, los grupos más importantes estaban representados por los álidas o partidarios de ‘Ali (que se transformarían en chiitas luego del asesinato del Imam Husayn, el nieto del Profeta) y por los jariyíes, particularmente fuertes en Basora e Irak, además de otras ramas de disidentes.

A pesar de que lograron mantener una insegura estabilidad a lo largo de casi un siglo, hacia la década del 740 d.C. la figura del Califato se hallaba debilitada en ambos frentes, tanto a nivel interno debido a las luchas intestinas en la familia por hacerse con el poder, como a nivel externo a causa de las revueltas y de la oposición de importantes sectores de musulmanes disconformes. Una de estas revueltas, protagonizada por los chiitas en Irak con la intención de hacer retornar el Califato a la familia del Profeta, terminó por aceptar como caudillo a Abul Abbas as-Saffah (un descendiente de la rama hashemita de Quraish, la estirpe de Muhammad, diferente de la rama de los Omeyas, los cuales solo eran primos lejanos), quien entró con su ejército de estandartes negros (por oposición a los blancos de los Omeyas) en Kufa, en 749 d.C., donde fue proclamado Califa.

Su rival Omeya, Marwan II, se enfrentó con él, pero fue derrotado en la batalla del Gran Zab, al norte de Bagdad, en 750 d.C., y debió huir a Egipto, con lo que Abul Abbas destronó a los Omeyas, convirtiéndose entonces en el primer Califa Abásida. La historia sostiene que a partir de allí se inició una gran purga dentro del Califato, que llevó a la práctica extinción de la rama omeya, pues casi todos fueron asesinados, con la excepción de Abd ar-Rahman I al-Dajil, quien se refugió en el Magreb (el salvaje oeste en su momento), para pasar luego a la península ibérica, donde daría inicio, en 756 d.C., al emirato (luego Califato) de Córdoba, que llegó a ser uno de los logros más brillantes de la tolerancia y gobernabilidad alcanzados en su tiempo.

Por lo pronto, y luego de la caída de los Omeyas, los Abásidas trasladaron la sede de gobierno de Siria nuevamente a Irak, a Kufa, y luego al-Mansor, sucesor de Abul Abbas, fundaría en 762 d.C. la ciudad de Madinat as-Salam (la ciudad de la paz), convirtiéndola en capital de su imperio, que pasaría a ser reconocida en el mundo entero como Bagdad, la actual capital iraquí. A partir de aquí, los Abásidas crearon, a lo largo de casi cinco siglos, una impresionante civilización, donde florecieron el comercio y la ciencia, y en la cual también surgieron importantes figuras de intelectuales (polímatas) que cultivaron por igual la literatura, la medicina, las matemáticas, la historia, la filosofía y la teología. A principios del siglo IX se fundó en Bagdad Bayt al-Hikmah, la Casa de la Sabiduría, donde sabios de distintas partes del imperio se reunían para ejercer allí sus ciencias (los Califas Abásidas se caracterizaron por ser mecenas de artes y ciencias) y desde donde surgiría, con la obra de al-Juarismi, la primera sistematización del álgebra y el uso del sistema decimal posicional, los llamados números arábigos, en realidad importados desde la India.

El Califato alcanzó su máximo esplendor material bajo el gobierno de Harun al-Rashid, el quinto Califa Abásida, personaje de Las mil y una noches, quien reinó desde 786 d.C. hasta 803 d.C., año de su muerte, y quien convirtió Bagdad en uno de los centros más poderosos y civilizados del mundo, en contacto con todos los demás imperios. A partir de su muerte, y a pesar de que continuarían gobernando por cuatro siglos más, los Abásidas entraron en un periodo de decadencia, que hizo que los Califas posteriores, inestables y codiciosos, amantes del asesinato y la perfidia, dependieran cada vez más de elementos externos de origen turco para mantener su estabilidad con el ejército, lo que terminó por fragmentar el imperio en una serie de reinos, que si bien reconocían nominalmente al Califa como cabeza de la comunidad, Emir de los creyentes, ejercían de facto el poder en sus respectivas regiones sin que el gobierno de Bagdad pudiera hacer mucho para evitarlo.

En 1258 d.C. la ciudad de Bagdad fue sitiada y tomada por las tropas mongolas de Hulagu, nieto del gran Gengis Kan, quien destruyó la ciudad y asesinó a noventa mil musulmanes, incluyendo al último de los Califas Abásidas, al-Musta’sim, dando con esto un abrupto fin al Califato y cerrando así lo que podría llamarse la Edad de Oro del Islam.