Saúl, pese a los logros administrativos alcanzados en su gestión real, se reveló inferior a la dignidad que le correspondía como rey de Israel, por lo que, solo y abandonado en el ejercicio del poder por parte de aquellos en quien confiaba (pues hasta Yahvé declaró por boca de Samuel su repudio), terminó siendo presa de un desasosiego que los demás asociaron con locura, como que era víctima de un “espíritu malo”. En esas circunstancias, Samuel, pese a haberse retirado de sus funciones como juez y profeta de D-os, fue llamado por Yahvé para ungir un nuevo rey, de la tribu de Judá, de la cual se había profetizado antes que el cetro no se le sería retirado. La elección recayó en David, el menor de los hijos de Jesé, de la aldea de Belén de Judá, el cual fue adoptado como escudero por el rey Saúl, pues tocaba su cítara para calmar a este en sus accesos de locura.

Sucedió que, en la guerra contra los filisteos, David, casi un niño, se enfrentó contra el campeón de ellos, un gigante de tres metros de altura llamado Goliat, curtido veterano, y le mató con una honda y una piedra, cortándole luego la cabeza. Esto hizo que la popularidad de David creciera sin medida, y empezó a ganar cada vez más aprecio entre el pueblo de Israel, pues sus campañas resultaban siempre victoriosas, lo cual provocó los celos y la desconfianza por parte de Saúl, quien buscaba ahora una razón para matarlo. Así, David debió de huir por su vida, y hacerse forajido con seiscientos hombres que le acompañaban. Siguió obteniendo triunfos, y manteniéndose en el nombre de Yahvé mientras huía del rey. Y la situación se mantuvo así hasta la muerte de Saúl, que fue derrotado y muerto con sus hijos mayores en una batalla contra los filisteos, al final del primer libro de Samuel.

El libro segundo de Samuel narra cómo, tras la muerte de Saúl, David volvió a habitar en Hebrón de Judá con los suyos, y allí fue hecho rey de la tribu de Judá por parte de los jefes (Samuel ya había muerto). Un hijo de Saúl, Isbaal, que le había sobrevivido, fue a su vez entronizado como rey sobre el resto de las tribus, que vinieron a ser conocidas como el reino norteño de Israel. Y hubo guerra entre Judá e Israel, entre la casa de David y la casa de Saúl. Pero Isbaal murió traicionado por los suyos, por lo que los mismos jefes de Israel ungieron finalmente a David como rey sobre las doce tribus.

En su reinado, David unificó a las tribus y se hizo una ciudadela real, tras apoderarse de Jerusalén y trasladar allí el Arca de la Alianza. Entonces dijo al profeta Natán: “Yo habito en una casa de madera, mientras que el Arca de D-os está en una tienda de campaña”, pues deseaba construir un Templo permanente para que habitara allí la Divinidad. Yahvé respondió, por boca del profeta Natán: “Cuando vayas a reunirte con tus padres, Yo pondré en el trono a tu hijo, y afirmaré tu Casa para siempre. Tu descendencia y tu reino estarán presentes ante mí. Tu trono será firme por toda la eternidad”. Fue esta promesa la que retomarían luego los seguidores de Jesús, “hijo de David”, para afirmar que en él y en su “reino” universal se cumplían plenas las promesas de D-os hechas al Gran Rey.

“Cuando vayas a reunirte con tus padres, Yo pondré en el trono a tu hijo, y afirmaré tu Casa para siempre. Tu descendencia y tu reino estarán presentes ante mí. Tu trono será firme por toda la eternidad”

Por el momento, y a pesar de los episodios turbulentos que siguieron, como la rebelión y muerte de algunos de los príncipes que aspiraban al trono, las profecías se cumplieron a su tiempo, y David murió en su ancianidad, tras entregar la sucesión a su hijo Salomón.

Este es el periodo en que Israel conocería su mayor esplendor, pues Salomón se reveló como un rey justo, sabio y poderoso, incluso frente al mismo Yahvé, Quien se le presentó una noche en un sueño para concederle cualquier cosa que pidiera. Salomón pidió un espíritu atento, sabiduría para gobernar a su pueblo, y Yahvé Se complació en ello, prometiéndole además las riquezas, el poder y la fama que no había pedido. Según la tradición, la sapiencia de Salomón fue tan proverbial que fue reconocido y visitado incluso por los reyes y reinas más poderosas de su tiempo, que deseaban escuchar sus juicios y nutrirse de su sabiduría. También construyó el primer Templo, la Casa de Yahvé, pues hasta ese momento el pueblo ofrecía sus sacrificios en lugares altos y en los santuarios de las lomas, a imitación de muchos de los ritos “naturales” de los cananeos.

Sin embargo, en sus últimos años, Salomón se apartó de su fidelidad a Yahvé, pues tomó muchas esposas y concubinas entre mujeres extranjeras, que le trajeron a sus otros dioses y lo llevaron a aceptar otros cultos, cosa que había sido expresamente prohibida en la Alianza, cuando los israelitas entraron a la tierra prometida. A causa de esto, tras la muerte de Salomón y la ascensión al trono de su hijo Roboam (quien trató con dureza a los dignatarios de Israel), surgió la separación entre las tribus, que se segregaron de Roboam, dejándolo a él como rey de Judá solamente, mientras que el resto se elegía un nuevo rey en la persona de Jeroboam, para que gobernara sobre los destinos del reino independiente de Israel. Jeroboam, para evitar la “competencia” de Jerusalén, erigió nuevos templos para su pueblo, consumando con esto el cisma, y a partir de allí los dos reinos seguirían diferentes caminos, para no volver a reunirse jamás.