El Judaísmo, la religión del pueblo de Abraham, de Isaac y de Jacob (quien, a su debido momento, recibiría el nuevo nombre de Israel), se precia de ser quizá la primera, o si no al menos, la principal de las religiones monoteístas del mundo antiguo, de tronco semítico y abrahámico (lo que quiere decir que está asociada, en sus orígenes, al territorio semítico de Canaán y el oriente próximo, y a la figura del patriarca Abraham) al punto de que constituyeron y han constituido un claro referente ético y moral, en diversos momentos de su antigua historia, para otros múltiples pueblos e imperios (goim, gentiles, los ajenos a su fe), que reconocieron en ellos la profundidad de sus pensamientos y lo elevado de su moral y su devoción. Por supuesto, también en infaustos momentos, más de los que quisiera recordarse, han sido víctimas de crueles persecuciones y participado en crudas guerras, por la defensa de lo más esencial de su existencia y su autodeterminación como pueblo.
Debe aclararse que, aunque se reconoce a Abraham como “padre del monoteísmo”, también se reconoce una “línea profética” de “hombres de D-os” (los creyentes en la fe judaica se niegan tajantemente a escribir una alusión directa al nombre de la Divinidad, por lo que trataremos de respetar este punto tanto como sea posible, tomando este último uso), que se remonta, a lo largo de genealogías imposibles de hombres, algunos de ellos casi milenarios, hasta el mismo primer padre, Adán, y desciende, a través de Set, hijo de Adán, hasta Noé y el Diluvio Universal, y luego, a través de Sem, hijo de Noé, hasta el mismo patriarca Abraham. Todos estos “hombres” se reconocieron como devotos de D-os, portadores de una promesa, de una luz, en la medida de sus tiempos y limitaciones propias, y padecieron también el peso de su propia humanidad, empezando por el primero de ellos y la conocida caída.
Pero restrinjámonos a Abraham, que en cierta medida constituye quizá el personaje central del cuerpo de libros que conocemos como Antiguo Testamento en la Biblia católica (que es de la cual tomamos referencia de los pasajes, no de la Torah judaica, sin preferencia por ninguna versión particular), y cuyo relato inicia en los versículos finales del capítulo 11 del Génesis. Allí se nos dice que Abraham nació de Terá, su padre, con el nombre de Abram, y que tuvo dos hermanos y una esposa, Sarai, posiblemente en Ur de Caldea, en Mesopotamia, unos mil ochocientos años antes de Cristo. Cabe pensar que todos ellos eran importantes personajes, contados entre los príncipes y dignatarios de las ciudades en la que habitaban, además de que, para ese momento, Babilonia y la región de Mesopotamia constituían las regiones más “civilizadas” del momento, con ciudades grandes y cosmopolitas, donde abundaban la riqueza y el conocimiento, se tenía un profundo saber astronómico que se fundía con la astrología, y donde eran popularmente reconocidos los “magos caldeos”, a los que se acudía en caso de enfermedad y desánimo, inquietud por conocer el pasado y el futuro, locura, o ambición desmedida de poder. Por supuesto, como suele suceder muchas veces en las grandes ciudades, también medraba allí la corrupción y la pobreza injusta, el fanatismo extremo, la ignorancia y la inmoralidad.
En medio de tal ambiente se crió el joven Abram, en una sociedad politeísta e idolátrica donde era común que grandes héroes y reyes fueran elevados (o se elevaran a sí mismos) a la categoría de “dioses”, por el mero hecho de consagrárseles una estatua o un templo en su memoria, o que las personas fabricaran o compraran ídolos de “dioses” fatuos adoptados por ellos mismos, hechos de piedra o madera o hueso, y luego se inclinaran para adorarlos, y les instituyeran un culto y una reverencia. Al parecer, él nunca aprobó para sí mismo dichas prácticas, ni ese tipo de ignorancia complaciente con que la gran mayoría de las personas transigía, y en su alma anhelaba un verdadero contacto con una realidad más profunda y sustancial. Una tradición sostiene que, debido a estas condiciones, Abram empezó a distanciarse incluso de las creencias paternas. Llegó hasta a romper, haciéndolos pedazos, tales ídolos, pues los suyos (arameos y semitas influyentes dentro de una sociedad de carácter fuertemente patriarcal y tribal) observaban también estos comportamientos, más por ser del uso común y nunca cuestionados (“todo el mundo lo hace…”), a pesar de ser algunos de ellos manifiestamente injustos, que por convicción plena y militante. En estos primeros conflictos se encuentran los orígenes de su posterior búsqueda y permanente caminar.
Consideraciones: las ideas expuestas en este tipo de artículos sobre la historia de las religiones se hacen a título didáctico e informativo, desde los más bien escasos datos y las limitaciones propias de quien escribe, y al margen, tanto como se pueda, de sus propias creencias, sin mayores pretensiones de absoluta rigurosidad, por lo que, en ese mismo sentido, no pretende de ninguna manera reñir con los aspectos dogmáticos de las respectivas Fes, sino escasamente, a lo sumo, presentarlas como manifestaciones más profundas de la intrincada psique humana, y de sus inconcebibles y magníficas posibilidades. Por estas mismas razones, algunos de los hechos e interpretaciones aquí presentados pueden quedar sujetos a error, en la medida quizá de la ignorancia declarada del relator, y no se pretende con esto, por supuesto, ofender las creencias de nadie, sino que, gustosamente, se reciben cuantas correcciones y aportes tengan a bien hacerse.